El taller de mi abuela Rojas, mi santuario personal y legado familiar, era mi refugio.
Una mañana, una foto en Instagram me heló la sangre: Mateo, el nuevo aprendiz de mi esposo Diego, posaba sonriente con mis herramientas sagradas.
El pie de foto, "Taller Domínguez. Legado", era una profanación directa, borrándome a mí y a mi linaje.
Intenté exigirle a Diego que Mateo saliera de mi taller, pero él, ciego por su ambición, lo justificó diciendo: "Es solo un espacio vacío la mayor parte del tiempo".
Su condescendencia y la minimización de mi herencia me dejaron helada, transformando mi ira en una claridad peligrosa.
Cuando colgué, supe que no discutiría más, sino que actuaría.
"Papá, soy yo," marqué, "necesito que canceles el contrato de exportación de agave azul con Domínguez."
Mi padre lo hizo sin dudar, cortando el sustento de Diego y activando mi plan.