Lía miró el contrato frente a ella con la misma determinación con la que había abordado cada paso importante de su vida. La luz suave del atardecer iluminaba la habitación, creando una atmósfera cálida en el estudio de Santiago, pero no era el resplandor del sol lo que la mantenía centrada. Era la promesa de estabilidad, de poder, de pertenecer finalmente a un mundo que siempre había visto desde lejos. Una firma, pensó, y su futuro estaría asegurado.
El contrato no era una simple formalidad. Era la puerta de entrada a una vida nueva, y a la vez, una cadena invisible que la ataría a una existencia que no había imaginado, pero que ya no podía rechazar. Había trabajado demasiado tiempo para llegar hasta aquí, había jugado todas las cartas para construir una vida mejor, y ahora que la oportunidad se presentaba frente a ella, no podía fallar.
La pluma descansaba en su mano como una herramienta de cambio. Tan simple y tan definitiva. Cada letra que escribiera sería una decisión irrevocable, pero sabía que no podía dudar. Si quería ascender en la alta sociedad, si quería el poder, el dinero, la vida que tanto deseaba, ese era el precio.
Lía levantó la mirada y vio a Santiago de pie frente a ella. Él, como siempre, se mostraba impecable, vestido con un traje oscuro que acentuaba su porte elegante. No había nada en su rostro que sugiriera que esta era una decisión difícil para él. Santiago había hecho de la cautela su bandera, y en ese momento, su mirada fija en ella no revelaba nada. Nada que ella no pudiera interpretar como una promesa de lo que ambos esperaban obtener a cambio de este acuerdo.
- ¿Estás segura de esto? - preguntó él, su voz baja y tranquila, como si ya supiera la respuesta. La pregunta flotó en el aire, pero no había necesidad de confirmación.
Lía no respondió de inmediato. Sus ojos recorrían la firma en la parte inferior del contrato, esas palabras que parecían pequeñas, pero que representaban la base de todo lo que quería construir. Un contrato que no solo le ofrecía un lugar en la élite, sino también seguridad y tranquilidad en todos los aspectos de su vida. A cambio de un compromiso que, aunque formal, no necesitaba ser profundo ni emocional.
Era un trato de conveniencia. Ambos lo sabían.
Santiago, con la paciencia que lo caracterizaba, dio un paso hacia ella. Sus movimientos eran siempre controlados, sin espacio para la improvisación. Observó el contrato por un momento y luego la miró nuevamente, sus ojos oscuros reflejando la calma con la que parecía abordar todas las situaciones.
- Lo que hagas después de esto no es mi problema, Lía. Solo asegúrate de que todo siga su curso. Nosotros... no necesitamos complicarnos. - dijo, manteniendo una postura firme, pero al mismo tiempo distante.
Lía se sintió tentada a responder, pero en lugar de eso, asintió lentamente, convencida de que todo lo que él decía era cierto. No necesitaban complicarse. Habían llegado a un acuerdo mutuo, y mientras cumplieran con sus partes, todo estaría bien. No había espacio para emociones en este trato. Solo se trataba de cumplir con un papel, de hacer lo que se esperaba de ellos. Y si lograban hacerlo, ambos saldrían ganando.
- Lo entiendo perfectamente, Santiago. No busco amor, ni complicaciones - dijo, su voz firme. Aunque sentía una ligera presión en el pecho, el miedo no era suficiente para detenerla. No podía detenerse ahora.
Santiago observó sus manos mientras tomaba la pluma. Su actitud no había cambiado, y el silencio entre ellos era cómodo, casi ritual. Al igual que ella, él había entendido que su vida seguiría de una forma predecible, sin sorpresas. Y eso era todo lo que ambos querían: estabilidad, una vida tranquila pero sin sobresaltos.
- Entonces, firmemos el contrato. - La orden de Santiago fue tan clara y directa como el resto de sus palabras. Lía no dudó. Tomó la pluma, la empapó en tinta y firmó con una caligrafía clara, sin titubeos. El sonido del papel rasgado por la pluma fue el único indicio de que algo importante estaba ocurriendo.