El aire vibraba en la subasta, un símbolo de nuestro amor y una promesa inquebrantable. Pero mi esposa, Isabela, rompió cada trozo de esa promesa cuando compró nuestro vino, nuestro pacto, para un joven camarero, Leo. Su mirada de devoción hacia él y su sonrisa exclusiva me partieron el alma. La humillación pública fue instantánea, fría, y me revolvió el estómago. Cuando se lo recriminé, sus ojos me devolvieron un desprecio helado que nunca antes había visto. Ella defendió a ese niño, ese don nadie, con una pasión que nunca tuvo para mí, el hombre que construyó un imperio a su lado. No eran celos, era el sonido de mi universo derrumbándose. ¿Cómo podía ella pisotear así nuestra historia, nuestra lealtad, todo lo que fuimos? ¿Cómo pudo olvidar que yo era su socio, su protector, mientras entregaba su corazón a un advenedizo? En ese momento, recogí mi teléfono: Si ella quería guerra, yo se la daría, y sería una que nunca olvidaría.
El aire vibraba en la subasta, un símbolo de nuestro amor y una promesa inquebrantable.
Pero mi esposa, Isabela, rompió cada trozo de esa promesa cuando compró nuestro vino, nuestro pacto, para un joven camarero, Leo.
Su mirada de devoción hacia él y su sonrisa exclusiva me partieron el alma.
La humillación pública fue instantánea, fría, y me revolvió el estómago.
Cuando se lo recriminé, sus ojos me devolvieron un desprecio helado que nunca antes había visto.
Ella defendió a ese niño, ese don nadie, con una pasión que nunca tuvo para mí, el hombre que construyó un imperio a su lado.
No eran celos, era el sonido de mi universo derrumbándose.
¿Cómo podía ella pisotear así nuestra historia, nuestra lealtad, todo lo que fuimos?
¿Cómo pudo olvidar que yo era su socio, su protector, mientras entregaba su corazón a un advenedizo?
En ese momento, recogí mi teléfono: Si ella quería guerra, yo se la daría, y sería una que nunca olvidaría.
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