Amor Robado, Alma Liberada

Amor Robado, Alma Liberada

Gavin

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Capítulo

Hace cinco años, mi propia familia me destruyó. Mi hermana adoptiva, Calista, atropelló a una persona estando borracha, y mis padres me suplicaron que yo asumiera la culpa por ella. Al negarme, ellos mismos me entregaron a la policía. Hoy, después de cinco años en prisión, por fin soy libre. Afuera me espera mi prometido, Leonardo, el hombre que juró casarse conmigo en cuanto saliera. Pero su actitud es fría. Me abandona en la puerta de la cárcel para correr al lado de Calista, quien supuestamente sufre otra crisis depresiva. Mis padres, que tampoco vinieron a recogerme, le organizan una fiesta de "bienvenida", mientras a mí me alojan en un diminuto cuarto de servicio sin ventanas. El golpe final llega cuando anuncian que Leonardo se casará con Calista para "darle la estabilidad que necesita para sanar". Él lo justifica diciendo que le debe la vida a Calista porque ella le donó un riñón. Pero la donante fui yo. No solo me robaron mi libertad, mi futuro y a mi prometido, sino también el sacrificio más grande que hice por amor. En la oscuridad de mi habitación, encuentro un correo electrónico: la oferta para unirme a un proyecto de investigación en el extranjero ha sido reactivada. Tengo diez días. No solo me iré, desapareceré. Pero antes, les dejaré un regalo: un diario y los expedientes médicos que revelarán cada una de sus mentiras.

Capítulo 1

Hace cinco años, mi propia familia me destruyó. Mi hermana adoptiva, Calista, atropelló a una persona estando borracha, y mis padres me suplicaron que yo asumiera la culpa por ella.

Al negarme, ellos mismos me entregaron a la policía. Hoy, después de cinco años en prisión, por fin soy libre. Afuera me espera mi prometido, Leonardo, el hombre que juró casarse conmigo en cuanto saliera.

Pero su actitud es fría. Me abandona en la puerta de la cárcel para correr al lado de Calista, quien supuestamente sufre otra crisis depresiva.

Mis padres, que tampoco vinieron a recogerme, le organizan una fiesta de "bienvenida", mientras a mí me alojan en un diminuto cuarto de servicio sin ventanas.

El golpe final llega cuando anuncian que Leonardo se casará con Calista para "darle la estabilidad que necesita para sanar".

Él lo justifica diciendo que le debe la vida a Calista porque ella le donó un riñón. Pero la donante fui yo. No solo me robaron mi libertad, mi futuro y a mi prometido, sino también el sacrificio más grande que hice por amor.

En la oscuridad de mi habitación, encuentro un correo electrónico: la oferta para unirme a un proyecto de investigación en el extranjero ha sido reactivada. Tengo diez días. No solo me iré, desapareceré. Pero antes, les dejaré un regalo: un diario y los expedientes médicos que revelarán cada una de sus mentiras.

Capítulo 1

Hace cinco años, mi familia me destruyó. Mi "hermana" adoptiva, Calista Osorio, atropelló a alguien mientras manejaba borracha y se dio a la fuga. Mis padres me rogaron que tomara su lugar. "Calista es demasiado frágil para la cárcel", dijeron. Me negué. Así que me entregaron a la policía ellos mismos.

Salgo de la prisión federal de Almoloya. El aire frío de la mañana me golpea la cara. Cinco años. 1825 días. Cada uno de ellos lo pasé pensando en este momento. La pierna izquierda me duele con cada paso, un recuerdo permanente de una "pelea" en la cárcel que me dejó una cojera de por vida.

Afuera, un auto negro y lujoso espera. Leonardo Falcó se apoya en él, impecable en su traje de diseñador. El magnate financiero más poderoso de México. Mi prometido. El hombre que me prometió el mundo y me ayudó a meterme en una celda.

Se acerca a mí. Su rostro muestra una mezcla de culpa y alivio.

"Adela, por fin estás fuera".

Intenta abrazarme, pero yo doy un paso atrás. Mi cuerpo se tensa. No puedo soportar su contacto. Él lo nota y baja los brazos, incómodo.

"Te ves... delgada", dice, sin saber qué más decir.

Yo lo miro. Él sigue igual de perfecto que siempre, ni un pelo fuera de lugar, ni una arruga de más en su ropa cara. Yo, en cambio, soy un desastre. La ropa barata que me dieron en la prisión me queda grande, mi pelo está opaco y mi piel pálida. La cojera es lo de menos.

"Cuando salgas, me casaré contigo. Solo serán cinco años", me dijo aquella noche.

Ahora está aquí.

"Nos casaremos la próxima semana", dice, como si estuviera cumpliendo una aburrida obligación.

Asiento sin emoción. El matrimonio es solo una parte de mi plan.

Su teléfono suena. Contesta de inmediato. Su expresión cambia, se llena de una preocupación que no vi en su rostro cuando me miró a mí.

"¿Qué pasó? ¿Calista tuvo otra recaída? Voy para allá ahora mismo".

Cuelga y me mira, la disculpa ya formándose en sus labios.

"Lo siento, Adela. Calista... su depresión volvió. Tengo que ir a verla. Mis padres tampoco pudieron venir por eso".

La misma excusa de siempre. Calista, la delicada flor de invernadero que no puede soportar ni una brisa. Calista, la razón por la que perdí cinco años de mi vida.

"Entiendo", digo con voz monótona. Ya no siento nada. Ni rabia, ni dolor. Solo un vacío inmenso.

Yo fui encontrada por los Osorio cuando ya era una adolescente, después de haberme perdido por años. Para ellos, siempre fui una extraña, una campesina rústica que no encajaba en su mundo de lujos. Calista, la hija que adoptaron para llenar mi vacío, era su verdadera hija. Brillante, sociable y frágil. Yo era solo una obligación.

El chofer me lleva a la mansión Osorio. La casa no ha cambiado. Sigue siendo un palacio frío e impersonal. La servidumbre me mira con una mezcla de lástima y desprecio. Nadie me da la bienvenida.

La jefa de servicio, una mujer que siempre me odió, se me acerca.

"La señora Osorio me pidió que le informara que su habitación se está remodelando. Por ahora, se quedará en el cuarto de servicio del tercer piso".

El cuarto de servicio. El lugar donde guardan los trapeadores y los productos de limpieza. Una habitación sin ventanas, al lado del ruidoso cuarto de máquinas del elevador.

"Leonardo se fue a cuidar a Calista", me informa la mujer con una sonrisa maliciosa. "Pobre señorita Calista, es tan sensible".

Yo no respondo. Subo las escaleras, mi cojera haciendo cada escalón un esfuerzo. Me encierro en esa pequeña y oscura habitación.

Me siento en la cama dura y saco mi viejo celular. Lo enciendo. Hay un correo electrónico sin leer. Es de CONACYT.

"Estimada Adela Osorio, nos complace informarle que su solicitud para unirse al proyecto de investigación clasificado en el extranjero ha sido reactivada. El plazo para confirmar su participación es de diez días".

Una sonrisa, la primera en cinco años, se dibuja en mi rostro. Diez días. Solo tengo que soportar este infierno por diez días más.

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El dolor me partió el abdomen en dos. Era mi cumpleaños, y Alejandro, a quien había criado con el amor de una madre por diez años, me sonreía. Acababa de regalarme un licuado de fresa, una bebida que ahora quemaba mis entrañas. Pero el ardor no era solo físico; era la amarga verdad que susurró: "Siempre te he odiado, Sofía. Te odio porque cada vez que te veo, veo la cara de mi madre." Luego, la mancha carmesí en mi vestido blanco: mi bebé, el hijo de Ricardo, mi prometido. Mi prometido, que llegó para consolarme, para decirme que era un "aborto espontáneo" y que Alejandro "solo bromeaba". Luego me miró con asco y dijo: "Estás hecha un desastre. Hueles a enfermedad". En mi lecho de dolor, vi la película silenciosa de mi vida: diez años entregados a la promesa hecha a mi padre. Diez años cuidando de una familia que no era mía, de una empresa que yo manejaba mientras ellos ponían el nombre. Incluso mi propia madre, al enterarse de mi compromiso, solo llamó para asegurar su pensión, susurrándome que no fuera "egoísta". ¿Egoísta yo? La que había sacrificado su juventud por todos. Mi cuerpo dolía, mi corazón estaba roto, pero una rabia fría y dura como el acero me inundó. "¿Qué quieres, Sofía?", me preguntó Ricardo el hipócrita. "¿Dinero? ¿Joyas? ¿O quieres que formalicemos el matrimonio? Puedo llamar al juez mañana mismo." ¡El matrimonio era el premio de consolación por mi sumisión! Con una calma aterradora, tomé un trozo de cristal de un jarrón roto. Debía romper el lazo, destruir el símbolo que me ataba a su odio. "¡Sofía, no!" , gritó Ricardo, pero era demasiado tarde. Con un movimiento rápido, arrastré el cristal por mi mejilla izquierda. El dolor era liberador. Ya no era la Sofía que conocían, la que odiaban, la que usaban. Y en medio del horror en sus rostros, me eché a reír. Esa risa, que estalló como dinamita, me liberó de una cárcel de diez años. Y así, ensangrentada, pero con el alma libre, crucé la puerta, dejando atrás el veneno y el dolor. No había vuelta atrás.

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