El Taller Como Campo de Batalla

El Taller Como Campo de Batalla

Gavin

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El taller de mi abuela Rojas, mi santuario personal y legado familiar, era mi refugio. Una mañana, una foto en Instagram me heló la sangre: Mateo, el nuevo aprendiz de mi esposo Diego, posaba sonriente con mis herramientas sagradas. El pie de foto, "Taller Domínguez. Legado", era una profanación directa, borrándome a mí y a mi linaje. Intenté exigirle a Diego que Mateo saliera de mi taller, pero él, ciego por su ambición, lo justificó diciendo: "Es solo un espacio vacío la mayor parte del tiempo". Su condescendencia y la minimización de mi herencia me dejaron helada, transformando mi ira en una claridad peligrosa. Cuando colgué, supe que no discutiría más, sino que actuaría. "Papá, soy yo," marqué, "necesito que canceles el contrato de exportación de agave azul con Domínguez." Mi padre lo hizo sin dudar, cortando el sustento de Diego y activando mi plan. Diego me llamó, su pánico palpable: "¿Qué hiciste, Sofía? ¡El trato está cancelado!" "Tiene todo que ver con el taller," le dije, "tiene que ver con el respeto." Le impuse mis términos: Mateo fuera y una disculpa pública reconociendo a Artesanías Rojas. Mientras esperaba su cumplimiento, la calma fría me guio hacia su preciada colección de esculturas prehispánicas. Tomé el martillo de latón que usábamos para colgar cuadros. La primera pieza, una figura de Tláloc, la dejé caer al suelo, partiéndose en tres pedazos. Metódicamente, una por una, destruí cada escultura, mi furia materializándose en cada estallido de arcilla antigua. Cuando Diego llegó a casa, encontró las llaves y la disculpa, pero también las ruinas de su orgullo a mis pies. Nos miramos, y en sus ojos, vi el horror y un nuevo tipo de miedo, sabiendo que el matrimonio se había roto y la guerra, apenas comenzado.

Introducción

El taller de mi abuela Rojas, mi santuario personal y legado familiar, era mi refugio.

Una mañana, una foto en Instagram me heló la sangre: Mateo, el nuevo aprendiz de mi esposo Diego, posaba sonriente con mis herramientas sagradas.

El pie de foto, "Taller Domínguez. Legado", era una profanación directa, borrándome a mí y a mi linaje.

Intenté exigirle a Diego que Mateo saliera de mi taller, pero él, ciego por su ambición, lo justificó diciendo: "Es solo un espacio vacío la mayor parte del tiempo".

Su condescendencia y la minimización de mi herencia me dejaron helada, transformando mi ira en una claridad peligrosa.

Cuando colgué, supe que no discutiría más, sino que actuaría.

"Papá, soy yo," marqué, "necesito que canceles el contrato de exportación de agave azul con Domínguez."

Mi padre lo hizo sin dudar, cortando el sustento de Diego y activando mi plan.

Diego me llamó, su pánico palpable: "¿Qué hiciste, Sofía? ¡El trato está cancelado!"

"Tiene todo que ver con el taller," le dije, "tiene que ver con el respeto."

Le impuse mis términos: Mateo fuera y una disculpa pública reconociendo a Artesanías Rojas.

Mientras esperaba su cumplimiento, la calma fría me guio hacia su preciada colección de esculturas prehispánicas.

Tomé el martillo de latón que usábamos para colgar cuadros.

La primera pieza, una figura de Tláloc, la dejé caer al suelo, partiéndose en tres pedazos.

Metódicamente, una por una, destruí cada escultura, mi furia materializándose en cada estallido de arcilla antigua.

Cuando Diego llegó a casa, encontró las llaves y la disculpa, pero también las ruinas de su orgullo a mis pies.

Nos miramos, y en sus ojos, vi el horror y un nuevo tipo de miedo, sabiendo que el matrimonio se había roto y la guerra, apenas comenzado.

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El resultado positivo de la prueba de embarazo temblaba en mis manos. Llevaba tres años casada con Mateo y este bebé era la pieza que nos faltaba. Decidí que era el momento de decirle la verdad: yo era Sofía Alarcón, la hija del magnate de los medios más poderoso de México, Don Ricardo. Mi padre, por mi insistencia, invertiría en su empresa para salvarla. Pero todo se desmoronó con un mensaje. Una foto. Mateo abrazando a su socia, Isabella. "Celebrando nuestro futuro juntos. Te amo, mi vida." Mi corazón se detuvo. Y luego él entró. "Quiero el divorcio," soltó. No solo me dejaba, sino que se casaría con Isabella, porque según él, ella era hija del Senador Ramírez. "¿Estás escuchando la locura que dices?" le grité. La rabia me consumió. Mi mano se movió. ¡PLAF! Le di una bofetada. En medio de la discusión, me empujó. Caí. Un dolor agudo. La sangre. Estaba perdiendo a mi bebé. Desperté en el hospital, mi madre a mi lado, sus lágrimas confirmando mis peores miedos. "Lo siento mucho, mi amor. El bebé…" Él me lo quitó. Él y esa mujer. Me arrebataron a mi hijo. "Van a pagar. Se lo juro. Voy a destruirles." Y así, con el dolor aún fresco, les envié un mensaje. "Estoy lista para firmar el divorcio. Encontrémonos en el registro civil en una hora. Trae a tu socia. Quiero que todo quede claro." Llegaron radiantes, ella embarazada. Mateo me reclamó: "¿Y el bebé?" "Lo perdí." "¡Sabías lo importante que era ese niño para mí! ¡¿Cómo pudiste ser tan descuidada?!" La ironía me quemaba. Firmamos los papeles. Y diez minutos después, se disponían a casarse. "Disculpe, señorita," dijo la funcionaria a Isabella. "Hay un problema con su acta de nacimiento. Aquí dice que su padre es Ricardo… Ricardo A." Yo sonreí. "Qué extraño. Mi padre también se llama Ricardo Alarcón. Y recuerdo que una vez mencionó haber puesto a la hija de una empleada en su registro para ayudarla. Una niña llamada Isabella… Isabella García." El pánico en sus ojos fue mi primera victoria. Y la venganza, apenas comenzaba.

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