El olor a humo y a carne quemada me arrancó de la oscuridad de golpe, un grito ahogado en mi garganta.
Mi corazón martilleaba, pero no había llamas, solo el frío familiar de la hacienda.
Abrí los ojos, estaba viva. Estaba en mi cama.
Mi calendario de escritorio marcaba el día, el mismo día en que todo se fue al infierno.
El eco de la explosión final, el fuego devorándolo todo, aún resonaba.
Vi a Rodrigo, mi esposo, caer en la nieve y el cuerpecito sin vida de mi pequeña Isabel.
"¿Mami?" la voz de Camila, mi hija adoptiva y su preocupación ensayada, la misma de siempre.
Sentí un escalofrío y la recordé, esa misma cara que me miró con odio mientras su padre, el líder del culto, nos despojaba de todo.
"Estaba pensando en mis papás biológicos" , dijo Camila con esa voz suave de serpiente.
"Necesitan comida. Y cobijas. Tal vez algo de dinero. Tú tienes tanto, y a ellos les falta todo."
Mi estómago se revolvió. Esos animales nos encerraron en un almacén helado.