La Venganza de La Ingenua

La Venganza de La Ingenua

Gavin

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Capítulo

El olor a metal y la sangre llenaban mis pulmones. En mi vida pasada, morí sola en la carretera, abandonada por mi hermano Mateo y nuestra prima Isabella, quienes se negaron a llevarme al hospital. Dijeron que exageraba un dolor de estómago para arruinar la fiesta de cumpleaños de Isabella. Era apendicitis, que se volvió peritonitis. Vi mi propio funeral, a mi abuela Elena destrozada por el dolor, y a Mateo e Isabella celebrando, destruyendo el legado familiar que tanto amaba. La traición me consumió, y mi abuela, con el corazón roto, me siguió poco después. Hasta ahora. Un chirrido de neumáticos y un golpe seco. El mismo accidente, el mismo día fatídico que me llevó a la tumba. Pero esta vez, estaba aquí, y mi abuela yacía inconsciente a mi lado. En mi vida anterior, la llamé a ellos primero, lo que nos costó todo. Esta vez no. Mi cerebro trabajó a una velocidad vertiginosa. No podía depender de Mateo, ni de Isabella. Saqué mi teléfono, llamando a emergencias, asegurándome de que esta vez, mi abuela viviría. Pero la supervivencia de mi abuela dependía de una transfusión de sangre O negativo, un tipo de sangre casi imposible de encontrar. Contacté a Mateo e Isabella, quienes compartían el mismo tipo de sangre, y les rogué ayuda. Ellos, ciegos por la codicia y la manipulación de Isabella, se burlaron, acusándome de arruinar su fiesta de cumpleaños. El médico corroboró la urgencia de sangre, pero respondieron con crueldad, colgándome. Me sentí completamente sola, con el pánico invadiéndome mientras buscaba desesperadamente donadores. Cuando encontré un donador, Ricardo, Mateo e Isabella lo contactaron, mintiéndole y persuadiéndolo de no venir. La vida de mi abuela pendía de un hilo, y ellos estaban dispuestos a dejarla morir por un capricho. Pero no esta vez. No iba a suplicarles. Iba a luchar. Ya no era la nieta ingenua que confiaba ciegamente en su familia. La muerte me había enseñado la lección más dura de todas. El dolor insoportable se transformó en una furia helada. Conseguí contactar a una red privada de donación de sangre y pagué una fortuna, era nuestra última esperanza. Cuando el Dr. Ramos, influenciado por Mateo, intentó evitar la donación, el infierno se desató. ¡No dejaría que la historia se repitiera! Mi abuela viviría, y ellos pagarían por todo el daño causado.

Introducción

El olor a metal y la sangre llenaban mis pulmones.

En mi vida pasada, morí sola en la carretera, abandonada por mi hermano Mateo y nuestra prima Isabella, quienes se negaron a llevarme al hospital.

Dijeron que exageraba un dolor de estómago para arruinar la fiesta de cumpleaños de Isabella. Era apendicitis, que se volvió peritonitis.

Vi mi propio funeral, a mi abuela Elena destrozada por el dolor, y a Mateo e Isabella celebrando, destruyendo el legado familiar que tanto amaba.

La traición me consumió, y mi abuela, con el corazón roto, me siguió poco después.

Hasta ahora.

Un chirrido de neumáticos y un golpe seco. El mismo accidente, el mismo día fatídico que me llevó a la tumba.

Pero esta vez, estaba aquí, y mi abuela yacía inconsciente a mi lado.

En mi vida anterior, la llamé a ellos primero, lo que nos costó todo.

Esta vez no. Mi cerebro trabajó a una velocidad vertiginosa.

No podía depender de Mateo, ni de Isabella.

Saqué mi teléfono, llamando a emergencias, asegurándome de que esta vez, mi abuela viviría.

Pero la supervivencia de mi abuela dependía de una transfusión de sangre O negativo, un tipo de sangre casi imposible de encontrar.

Contacté a Mateo e Isabella, quienes compartían el mismo tipo de sangre, y les rogué ayuda.

Ellos, ciegos por la codicia y la manipulación de Isabella, se burlaron, acusándome de arruinar su fiesta de cumpleaños.

El médico corroboró la urgencia de sangre, pero respondieron con crueldad, colgándome.

Me sentí completamente sola, con el pánico invadiéndome mientras buscaba desesperadamente donadores.

Cuando encontré un donador, Ricardo, Mateo e Isabella lo contactaron, mintiéndole y persuadiéndolo de no venir.

La vida de mi abuela pendía de un hilo, y ellos estaban dispuestos a dejarla morir por un capricho.

Pero no esta vez. No iba a suplicarles. Iba a luchar.

Ya no era la nieta ingenua que confiaba ciegamente en su familia. La muerte me había enseñado la lección más dura de todas.

El dolor insoportable se transformó en una furia helada.

Conseguí contactar a una red privada de donación de sangre y pagué una fortuna, era nuestra última esperanza.

Cuando el Dr. Ramos, influenciado por Mateo, intentó evitar la donación, el infierno se desató.

¡No dejaría que la historia se repitiera! Mi abuela viviría, y ellos pagarían por todo el daño causado.

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Siempre creí que mi vida con Ricardo De la Vega era un idilio. Él, mi tutor tras la muerte de mis padres, era mi protector, mi confidente, mi primer y secreto amor. Yo, una muchacha ingenua, estaba ciega de agradecimiento y devoción hacia el hombre que me había acogido en su hacienda tequilera en Jalisco. Esa dulzura se convirtió en veneno el día que me pidió lo impensable: donar un riñón para Isabela Montenegro, el amor de su vida que reaparecía en nuestras vidas gravemente enferma. Mi negativa, impulsada por el miedo y la traición ante su frialdad hacia mí, desató mi propio infierno: él me culpó de la muerte de Isabela, filtró mis diarios y cartas íntimas a la prensa, convirtiéndome en el hazmerreír de la alta sociedad. Luego, me despojó de mi herencia, me acusó falsamente de robo. Pero lo peor fue el día de mi cumpleaños, cuando me drogó, permitió que unos matones me golpearan brutalmente y abusaran de mí ante sus propios ojos, antes de herirme gravemente con un machete. "Esto es por Isabela", susurró, mientras me dejaba morir. El dolor físico no era nada comparado con la humillación y el horror de su indiferencia. ¿Cómo pudo un hombre al que amé tanto, que juró cuidarme, convertirme en su monstruo particular, en la víctima de su más cruel venganza? La pregunta me quemaba el alma. Pero el destino me dio una segunda oportunidad. Desperté, confundida, de nuevo en el hospital. ¡Había regresado! Estaba en el día exacto en que Ricardo me suplicó el riñón. Ya no era la ingenua Sofía; el trauma vivido había forjado en mí una frialdad calculada. "Acepto", le dije, mi voz inquebrantable, mientras planeaba mi escape y mi nueva vida lejos de ese infierno.

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