La Fuga de la Cenicienta

La Fuga de la Cenicienta

Gavin

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Capítulo

El día de mi supuesta graduación universitaria, el sol brillaba, pero no lograba disipar el frío que sentía en los huesos. Por un terrible error, me puse el birrete y la toga que pertenecieron a la difunta madre de mi padrastro. Don Alejandro, el magnate que me acogió diez años atrás, me miró y sentenció: \"Una imitación barata, indigna de tomar su lugar\". Sus palabras detuvieron la ceremonia en seco, todas las miradas se clavaron en mí. Sentí cómo el calor subía a mis mejillas, una humillación pública que era la culminación de una década de desprecios. Isabella, mi hermanastra, a quien cuidé como si fuera mi hija, se acercó con el rostro contraído. \"¡Siempre supe que querías usurpar el lugar de mi madre!\", me gritó, con una voz infantil cargada de veneno. Arrojó al fuego el diario que le había estado escribiendo, lleno de mis pensamientos y cariño por ella. Las llamas devoraron las páginas, llevándose la última prueba de mi afecto. Luego, empezó a golpearme con sus pequeñas manos, cada golpe resonaba en mi interior, rompiendo lo poco que quedaba de mi corazón. \"¿Entonces por qué la cuidabas? ¿Por qué siempre estabas a mi lado? ¿Por qué me escribías esas cosas horribles en ese diario?\" Su voz temblaba de ira, una ira que yo había ayudado a sembrar, alimentada por las palabras de otros. Isabella confesó que había teñido la toga de su madre y la había cambiado por la mía para humillarme. Don Alejandro solo creyó las mentiras de su hija: \"Sofía, creí que habías entendido cuál era tu lugar en esta casa. Tu ambición no tiene límites\". Entendí que cualquier fantasía de ser aceptada, de encontrar un hogar, se había hecho añicos. Diez años de mi vida se redujeron a cenizas. Con una extraña fuerza, le dije: \"Isabella ha logrado su objetivo\". Aparté su mano de mi brazo, ese hueso fracturado de años atrás al protegerla a ella. El dolor fue agudo, pero mi sonrisa vacía lo disimuló. Cuando me preguntaron si estaba segura de ir al ala oeste, al \"palacio frío\", respondí: \"No es un berrinche, es una decisión\". En el infierno de mi exilio, mi pequeña Camila, de cuatro años, irrumpió gritando: \"¡Mamá!\". La abracé y las lágrimas brotaron. \"Eres una desagradecida\", me escupió Elena, la asistente de Don Alejandro, reflejando la lealtad ciega. Entonces, Isabella, loca de celos al verme con Camila, nos atacó. \"¡Tú eres mía!\" Me empujó, fracturando mi brazo de nuevo. Tomó la pequeña bolsita de hierbas de Camila y la pisoteó. \"¡No es justo!\", clamó, destruyendo el único consuelo que le había dado a mi hija. Esa misma noche, los gritos llenaron la mansión. El cuerpo de mi hija flotaba en el estanque. La saqué, desesperada, y noté las marcas de uñas en la mano de Isabella. \"¡TÚ LA MATASTE!\" La abofeteé, y ella se defendió: \"Ella se cayó tratando de recoger la estúpida bolsita que le hiciste. ¡No era para ella!\". Su falta de remordimiento me hizo reír con una risa amarga y desquiciada. Don Alejandro llegó, vio a Isabella llorando por la bofetada y a mí, riendo junto al cuerpo de mi hija. \"Fue un accidente, Sofía. Te daré otro hijo, un verdadero heredero\". En ese momento, todo murió dentro de mí. Decidí quemarlo todo.

Introducción

El día de mi supuesta graduación universitaria, el sol brillaba, pero no lograba disipar el frío que sentía en los huesos.

Por un terrible error, me puse el birrete y la toga que pertenecieron a la difunta madre de mi padrastro.

Don Alejandro, el magnate que me acogió diez años atrás, me miró y sentenció: \"Una imitación barata, indigna de tomar su lugar\".

Sus palabras detuvieron la ceremonia en seco, todas las miradas se clavaron en mí.

Sentí cómo el calor subía a mis mejillas, una humillación pública que era la culminación de una década de desprecios.

Isabella, mi hermanastra, a quien cuidé como si fuera mi hija, se acercó con el rostro contraído.

\"¡Siempre supe que querías usurpar el lugar de mi madre!\", me gritó, con una voz infantil cargada de veneno.

Arrojó al fuego el diario que le había estado escribiendo, lleno de mis pensamientos y cariño por ella.

Las llamas devoraron las páginas, llevándose la última prueba de mi afecto.

Luego, empezó a golpearme con sus pequeñas manos, cada golpe resonaba en mi interior, rompiendo lo poco que quedaba de mi corazón.

\"¿Entonces por qué la cuidabas? ¿Por qué siempre estabas a mi lado? ¿Por qué me escribías esas cosas horribles en ese diario?\"

Su voz temblaba de ira, una ira que yo había ayudado a sembrar, alimentada por las palabras de otros.

Isabella confesó que había teñido la toga de su madre y la había cambiado por la mía para humillarme.

Don Alejandro solo creyó las mentiras de su hija: \"Sofía, creí que habías entendido cuál era tu lugar en esta casa. Tu ambición no tiene límites\".

Entendí que cualquier fantasía de ser aceptada, de encontrar un hogar, se había hecho añicos.

Diez años de mi vida se redujeron a cenizas.

Con una extraña fuerza, le dije: \"Isabella ha logrado su objetivo\".

Aparté su mano de mi brazo, ese hueso fracturado de años atrás al protegerla a ella.

El dolor fue agudo, pero mi sonrisa vacía lo disimuló.

Cuando me preguntaron si estaba segura de ir al ala oeste, al \"palacio frío\", respondí: \"No es un berrinche, es una decisión\".

En el infierno de mi exilio, mi pequeña Camila, de cuatro años, irrumpió gritando: \"¡Mamá!\".

La abracé y las lágrimas brotaron.

\"Eres una desagradecida\", me escupió Elena, la asistente de Don Alejandro, reflejando la lealtad ciega.

Entonces, Isabella, loca de celos al verme con Camila, nos atacó.

\"¡Tú eres mía!\"

Me empujó, fracturando mi brazo de nuevo.

Tomó la pequeña bolsita de hierbas de Camila y la pisoteó.

\"¡No es justo!\", clamó, destruyendo el único consuelo que le había dado a mi hija.

Esa misma noche, los gritos llenaron la mansión.

El cuerpo de mi hija flotaba en el estanque.

La saqué, desesperada, y noté las marcas de uñas en la mano de Isabella.

\"¡TÚ LA MATASTE!\"

La abofeteé, y ella se defendió: \"Ella se cayó tratando de recoger la estúpida bolsita que le hiciste. ¡No era para ella!\".

Su falta de remordimiento me hizo reír con una risa amarga y desquiciada.

Don Alejandro llegó, vio a Isabella llorando por la bofetada y a mí, riendo junto al cuerpo de mi hija.

\"Fue un accidente, Sofía. Te daré otro hijo, un verdadero heredero\".

En ese momento, todo murió dentro de mí.

Decidí quemarlo todo.

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