La segunda oportunidad en el amor
Yo soy tuya y tú eres mío
El camino a reparar tu corázon
Mi asistente, mi misteriosa esposa
El regreso de la heredera adorada
Atraído por mi mujer de mil caras
Tras una noche apasionante con el CEO
El lamento de amor
Enamorarme de ella después del divorcio
La Novia Más Afortunada
Dango, Dango, Dango, Dango
Dango, la gran familia Dango
Dango, Dango, Dango, Dango
Dango, la gran familia Dango
Un travieso Dango frito, un amable Dango de judías
Un poco soñador, un Dango observa la luna
El rescatado Dango de sésamo, la brocheta de cuatro Dangos
Todo el mundo, reúnanse todos, una familia de cien
Lo que escribiré a continuación, probablemente a mi como narrador me deje como un fetichista; y es que no es fácil describir la fascinación poética que tengo sobre los pies. Esperen, esperen, dejen me explico.
Los pies nos dicen mucho de cómo es una persona, su historia y sus sentimientos; desde una mujer descalza que logra caminar un maratón para cambiar la historia, hasta un hombre con botas de construcción, que se mantiene fuerte para sacar adelante a su familia. ¿Ahora entienden? Los pies nos mantienen fijos a esta cosa que llamamos vida, además de permitir que no nos derrumbemos o nos levantemos cuando lo necesitemos.
Sin embargo, esta historia no va de un par de pies descalzos y maltratados, o de un par de botas que protegen los sentimientos de un hombre; en esta ocasión, el protagonismo se lo llevan un par de zapatillas de plataforma que podría usar una muñeca victoriana. Ya saben, de esas que ayudan a la aparente fragilidad de una mujer, pero con un tacón que no cualquiera puede usar, sólo unas piernas fuertes que están decididas a tener los pies sobre la tierra.
Dado lo anterior, no les sorprenderá cómo las suelas resonaban en el cuarto de la dueña, y es que aquellos zapatos de vinil rosa pastel, con correas entrelazadas las cuales tenían moños y encaje que adornaban su extensión, se movían de un lado a otro, taconeando con sus ocho centímetros, pues Kiki se preparaba para ir al colegio.
—Kiki…—Le llamó desde el piso inferior una gruesa y masculina voz—. Apresúrate, llegarás tarde al colegio y yo al taller. —Se quejó, gruñendo con un aire de fastidio, pero aun así, con un hilo de paciencia.
—Voy, hermanito…ya casi me acomodo la peluca—canturreó dulcemente, incluso haciendo que su voz aguda y femenina, vibrara.
Se escuchó cómo su hermano, Grimm, bufaba y refunfuñaba escalera abajo, mientras que Kiki se veía en ese garigoleado espejo, acomodándose su pomposo vestido, peluca y dando últimos retoques al maquillaje. Era lo que se llamaba una Sweet Lolita, incluso las enaguas incluía en su dulce vestimenta.
Una vez lista, tomó su bolsa la cual estaba llena de peluches, moños y “chingadera y media” como diría Grimm, ayudando a ese lindo look sobrecargado a lucirse.
Bajó las escaleras, estaba emocionada por su primer día de clases en la preparatoria, y estaba más que decidida a hacer amigos.
— ¿Sacaste mis Punkesitos? —Kiki entró a la cocina, sentándose para recibir el desayuno por parte de su hermano.
Grimm, balbuceó un distraído sí, aleteando con su mano la barra donde estaba la bandeja de los cupcakes.
—Te ves muy guapo hoy. ¿Listo para llenarte de grasa? —habló la niña, moviendo sus pintadas cejas, para dejar escapar un “raawr” moviendo sus manitas como si fuesen garras.