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Entre telas y secretos

Entre telas y secretos

S. Mejia

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Capítulo

Victoria Ríos es una de las mujeres más poderosas del mundo de la moda. CEO de Maison Ríos, un imperio construido con elegancia, perfección y exigencia absoluta, es admirada, temida y envidiada. Pero detrás de su imagen impecable, hay una mujer embarazada, agotada, sola y atrapada en un mundo donde hasta el aire parece tener precio. Una noche, harta del control y del encierro de su equipo de seguridad, Victoria escapa. Cambia sus tacones por zapatillas y se pierde entre las calles anónimas de la ciudad. Termina embriagada en un bar cualquiera y despierta al amanecer recostada junto a un vagabundo en un parque olvidado por el lujo. Sin preguntas, sin juicios, él le ofrece algo que nadie le había dado en mucho tiempo: paz. Esa noche, que parecía insignificante, desencadenará una serie de eventos inesperados. Porque ese hombre, envuelto en mantas y silencio, guarda secretos que podrían derrumbar o redirigir el rumbo de la vida de Victoria. Y cuando el pasado y el presente se mezclen, cuando el poder y la vulnerabilidad choquen, ambos descubrirán que a veces lo más valioso se encuentra justo donde nadie mira.

Capítulo 1 La caída de la reina

El salón parecía una obra de arte diseñada para impresionar. Candelabros de cristal flotaban sobre mesas cubiertas de flores blancas, y las risas falsas se mezclaban con el tintinear de copas de champán. Todo olía a éxito, a poder, a perfección.

Victoria Ríos, la mujer detrás de esa perfección, estaba de pie al centro del universo que ella misma había construido. CEO de Maison Ríos, diseñadora icónica, portada de revistas internacionales. Nadie podía tocarla. Nadie podía alcanzarla.

Pero esta noche, ella no quería estar ahí.

El aire le resultaba denso, sofocante. Las felicitaciones vacías, los brindis, los fotógrafos, sus propios empleados... Todo era parte de una obra teatral que ya no tenía sentido.

Una sonrisa más. Un saludo más. Un apretón de manos.

Hasta que algo en ella se quebró.

-Voy al tocador -dijo a su asistente, y antes de que alguien pudiera reaccionar, Victoria ya estaba cruzando la cocina del hotel, deslizándose entre meseros y bandejas, hasta salir por una puerta de servicio que daba a un callejón húmedo y oscuro.

Nadie la siguió.

Caminó sin rumbo, los tacones resonando en el asfalto, hasta que se los quitó con fastidio. Siguió descalza, con el vestido de seda deslizándose sobre sus piernas mientras el viento frío la despeinaba y borraba lentamente el perfume caro que llevaba encima.

No tenía plan. Solo quería desaparecer.

Terminó en un bar de mala muerte, donde el ambiente olía a humo, cerveza rancia y abandono. Nadie la reconoció. Ni siquiera la miraron demasiado.

-Whisky, doble. Sin hielo -ordenó.

Y luego otro. Y otro más.

La noche se convirtió en una sombra borrosa. Las risas ebrias salían de su boca sin razón. En algún momento, dejó el bar tambaleándose. Ya no sentía el frío. Ya no pensaba en la colección que debía presentar en París. Ya no era la reina de la moda.

Solo una mujer vacía huyendo de su propia vida.

Cayó sobre una banca de parque, el vestido sucio, el maquillaje borrado por las lágrimas que ni siquiera notó que había derramado. Se dejó caer como una muñeca rota.

-¿Y esta aparición? -dijo una voz masculina.

Victoria giró lentamente. Un hombre de barba desordenada, ropa ajada y ojos oscuros la observaba desde un rincón de cartones. Un vagabundo. Uno joven, de rostro oculto tras la suciedad, pero con una expresión aguda, viva.

-¿Te perdiste de tu castillo, princesa?

Ella rió, sin fuerza.

-Lo destruí yo misma.

Él se levantó. Caminó hacia ella con cautela. Le ofreció una manta que olía a calle, a polvo, a abandono.

-Podrías congelarte.

-No me importa -susurró.

Él no insistió. Se sentó a su lado. Compartieron el silencio, la noche, el cansancio. No preguntó quién era. Ella no explicó nada. Ambos eran nadie.

El tiempo se volvió lento. Los pensamientos, confusos. Victoria giró el rostro hacia él. Su proximidad la desconcertó, pero no la asustó. Sus miradas se cruzaron. Había algo en sus ojos -no bondad, no compasión-, algo mucho más raro: comprensión.

-¿Puedo quedarme aquí? -preguntó ella, su voz apenas un soplo.

-Puedes hacer lo que quieras. No estás en una vitrina esta noche.

Y sin pensarlo, o tal vez pensándolo demasiado, se inclinó hacia él. Fue ella quien lo besó. Fue él quien la sostuvo. El frío desapareció. El mundo desapareció.

La intimidad no fue dulce ni perfecta. Fue impulsiva, desordenada, humana. Allí, entre mantas sucias y un banco oxidado, dos soledades se aferraron la una a la otra por unas horas.

Cuando Victoria despertó al amanecer, él ya no estaba. Se incorporó lentamente, el cuerpo adolorido, el vestido arrugado y húmedo, pero aún tibia por la manta que la cubría.

A su lado, una servilleta arrugada, escrita con tinta corrida:

"No te pregunté tu nombre porque entendí tu silencio. Gracias por no mirar con lástima. Espero que encuentres lo que buscas, aunque aún no sepas qué es."

Victoria lo leyó sin moverse. Algo en su pecho dolía, pero no era culpa. Ni tristeza. Era otra cosa. Algo más profundo.

Se quedó sentada unos minutos, mirando el cielo pálido del amanecer, sintiendo que algo dentro de ella había cambiado. No sabía qué. Aún no.

Pero en silencio, supo que esa noche no la olvidaría jamás.

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