Lucía caminaba apresurada por las calles bulliciosas de su pequeño pueblo. Las tiendas abarrotadas y el ruido de las bocinas eran su rutina diaria mientras buscaba trabajo y soñaba con un futuro mejor. Su mochila desgastada contenía su currículum, aunque sabía que la mayoría de las empresas no la llamarían. Sin embargo, nunca perdía la esperanza.
Ese día, una feria local había llenado la plaza principal de colores, música y risas. Lucía no tenía planes de detenerse, pero el aroma de las flores frescas y el brillo de las luces la hicieron desviarse. Al pasar junto a un puesto de libros, tropezó con un hombre alto, de semblante serio pero atractivo. Gabriel, con su traje impecable y una mirada intensa, se agachó para ayudarla a recoger los papeles que habían caído al suelo.
"Perdona, no estaba mirando," dijo Lucía, avergonzada, mientras alisaba su falda. Gabriel, con un aire de misterio, observó detenidamente su rostro antes de devolverle los papeles.
"No hay problema," respondió él con una voz grave y tranquilizadora. La forma en que sus ojos oscuros la miraban hizo que Lucía sintiera un ligero escalofrío. Había algo en él, una mezcla de magnetismo y peligro que no podía ignorar.