Joaquín
Sentado en mi oficina, apenas prestaba atención a la luz que entraba por las ventanas.
La brillante tarde española era solo un telón de fondo, algo insignificante comparado con el cúmulo de problemas que tenía frente a mí.
Los informes de las sucursales parecían interminables, un desfile de números y excusas, pero había algo en particular que me estaba irritando más de lo normal.
Me detuve en la página dedicada a la oficina de Latinoamérica, y lo que vi no me gustó nada.
Las ventas estaban cayendo en picada, las quejas de los clientes aumentaban y las encuestas internas mostraban una baja satisfacción general del personal. Un desajuste tras otro, y lo más preocupante era que nadie había levantado la mano para advertirlo.
"Incompetentes", pensé, con una punzada de irritación.
Respiré hondo, agarré el teléfono y marqué a Felipe, mi mejor amigo, el tipo que estaba supuestamente a cargo de supervisar las sucursales de esa región.
Mientras sonaba el teléfono, ya sabía que su respuesta sería relajada, despreocupada... como siempre. En la tercera llamada, por fin contestó, con esa energía jovial que parecía no acabársele nunca.
-¡Joaquín! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo va todo por allá? -respondió, como si yo no estuviera a punto de lanzarle el informe por la cabeza.
-Mal -dije sin rodeos, dejando que mi irritación se notara. -Estoy viendo los números de la oficina en Latinoamérica, y son un desastre. Ventas por los suelos, quejas de clientes, empleados descontentos... ¿Qué mierda está pasando ahí, Felipe?
Silencio. Podía imaginar su sonrisa apagándose un poco mientras buscaba alguna explicación que no tenía.
-¿Descontento? ¿De qué hablas? -respondió, fingiendo sorpresa. -A mí me dijeron que todo iba bien, un par de detalles sin importancia.
-Pues no es lo que veo aquí. Esto no es solo un par de detalles, Felipe. Esto es un agujero en el barco, y nadie parece darse cuenta de que se está hundiendo.
Felipe soltó una risita nerviosa. Sabía que estaba en problemas, pero su estrategia de siempre era tomarlo con ligereza.
-Mira, Joaco, no te pongas tan serio. Son pequeños detalles. Y si tanto te preocupa, ¿por qué no bajas tú a resolverlo? -me dijo, con ese tono de quien sabe que está empujando justo en el lugar correcto. -Venga, pasas un par de semanas por aquí, pones todo en orden y de paso te despejas. ¿No me digas que te has vuelto un adicto a Madrid?
Lo dijo con tanta naturalidad que me quedé callado unos segundos. Bajé la mirada al escritorio, sintiendo que una migraña empezaba a formarse en mis sienes. Felipe, siempre tan despreocupado, tan listo para lanzarme al fuego en lugar de lidiar con el problema él mismo.
-No tengo tiempo para eso -murmuré, aunque sabía que esa excusa no convencía ni a mí mismo. Quizá un viaje no me vendría mal después de todo.
-Claro que tienes tiempo. Vamos, Joaquín, eres el jefe. Si alguien puede venir y solucionar esto, eres tú. Confía en mí -insistió.
Resoplé. Lo peor es que tenía razón. Nadie más podía arreglar este desastre como yo. Era evidente que la incompetencia de los mandos medios estaba jugando en mi contra.
-Lo pensaré -murmuré, sabiendo que ya lo había decidido.
Antes de colgar, la puerta de mi oficina se abrió. Y, como si lo hubiera sentido en el aire, Victoria entró con esa seguridad tan característica de ella, que antes me había atraído... y ahora me irritaba. Felipe dijo algo, pero lo ignoré y colgué.
-Joaquín, cariño -dijo, con una sonrisa que podría haber derretido a cualquier hombre... pero no a mí, no hoy. -Llevas horas aquí encerrado. ¿Por qué no dejas esos informes y me dedicas un poco de tiempo?
Su perfume, dulce y fuerte, llenó la habitación mientras caminaba hacia mí con pasos lentos. Su vestido, ajustado en todos los lugares correctos, dejaba claro a qué venía.
"Joder", pensé, sintiendo malestar. Ya no tenía paciencia para esto. Para ella.
-Victoria, no es el momento -dije, cortante, sin levantar la mirada de los papeles.
-Siempre dices eso -murmuró, acercándose más, hasta que sentí el calor de su cuerpo casi pegado al mío. -¿Por qué no dejas de preocuparte tanto por todo y te relajas conmigo?
Pero, como siempre, no lo entendió o, mejor dicho, no quiso entenderlo. Se acercó más, hasta quedar a solo unos centímetros de distancia.
Solté un suspiro pesado, levantándome de la silla. Caminé hacia la ventana, dándole la espalda, mirando las calles de Madrid desde mi oficina en la planta alta. El sol ya se estaba poniendo, tiñendo el cielo de un tono naranja que normalmente me hubiera calmado. Pero no ahora.
-Victoria -dije, sin voltear. -Estoy cansado.
La sentí acercarse más. Su voz bajó una octava, ese tono sensual que sabía que me había funcionado antes.
-¿Cansado? Yo puedo ayudarte con eso -susurró, deslizando sus manos por mis brazos.
Finalmente me giré, mirándola directamente a los ojos. Mi expresión era fría, distante. No me molesté en disimularlo.