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Sé que todas las familias tienen problemas, pero la mía parecía tener más que ninguna. Mis tíos habían estado en la cárcel y ahora no encontraban trabajo. Mi madre era alcohólica y mi padre siempre estuvo ausente. Decir que éramos una familia disfuncional era quedarse corto.
De algún modo, mi madre se las había arreglado para comprar la casa en la que vivíamos. Era pequeña, con apenas un par de habitaciones y una cocina que también servía de sala de estar. Aun así, siempre estaba abarrotada.
Nos convertimos en el refugio de cualquier familiar que no tuviera a dónde ir, o sea, de casi todos en la familia. Ellos le echaban la culpa a la economía del país. Yo, en cambio, culpaba a la porquería que se metían por la nariz. El miedo a otra paliza me impedía quejarme.
Tuve mi propia habitación hasta que el último de mis tíos en llegar se mudó con nosotros. Mi tío Eddy le dijo a mi madre que él necesitaba una cama cómoda. Estaba tan loco que probablemente no le habría importado que yo me quedara allí. Mi madre me dijo que podía dormir en el sofá, pero al final ella misma solía terminar allí casi todas las noches, desmayada por la borrachera. De vez en cuando, terminaba durmiendo en una silla en el porche, afuera.
De milagro logré graduarme de la preparatoria.
En cuanto cumplí dieciocho años, me largué de allí lo más rápido que pude.
Conseguí un trabajo limpiando habitaciones en un motel de mala muerte, que quedaba a varias horas manejando la autopista. Mi novio me llevó al motel junto con mi pequeño equipaje. Su recompensa fue un revolcón rápido en la cama incómoda y rechinante de la habitación. Una vez que se fue, no lo volví a ver jamás.
El gerente del motel no era precisamente amable, pero aceptaba mi dinero como a cualquier otro. Tenía mi propia cama y un pequeño televisor. Como yo misma la limpiaba, mi habitación parecía inmaculada. Pronto aprendí a evitar al señor Pensky, el gerente, igual que había evitado a mis tíos.
El trabajo en el motel era duro y de mala paga. El señor Pensky se negaba a comprarme incluso cosas tan básicas como guantes. Tenía las manos enrojecidas y en carne viva por los químicos de limpieza que usaba. Al cabo de un par de meses, quedé con grietas resecas en mis dedos y en la palma de mis manos.
La clientela del motel eran, en su mayoría, hombres viejos y mugrientos. Intentaban manosearme a diario, pero yo era lo suficientemente rápida como para esquivarlos. Había aprendido años atrás a evitar que mis tíos me tocaran.
Aun así, vivir en esa pocilga de motel era una gran mejora para mí. Me podía permitir comer tres veces al día, y por primera vez, podía cerrar mi habitación con llave, así que nadie me robaba lo que compraba. Casi nunca comía frutas o verduras frescas, ya que los alimentos enlatados se conservaban mejor y eran más baratos. Sabía que no podría seguir comiendo así para siempre. Pero aun así, era un avance para mí.
Me encantaban mis días libres, ya que usualmente tomaba el autobús y me iba a la costa. Allí había un lugar a donde los turistas no iban. Si uno bajaba por la empinada pendiente, encontraba una pequeña playa rocosa y privada.
Pasaba horas buceando bajo el agua, explorando el fondo profundo. Bajo el agua todo era tranquilo y los peces nunca me molestaban. Aprendí a contener la respiración durante mucho tiempo, y exploraba las cuevas y grietas submarinas hasta donde podía.
Soñaba con que, si alguna vez reunía suficiente dinero, tomaría clases de buceo y alquilaría un equipamiento profesional. Pero esa cantidad de dinero estaba muy lejos de mi alcance.
Esa era mi vida, y a pesar de todo, por fin era feliz. Mi pequeño mundo no era muy lujoso, pero era mío.
Hacía las compras después del trabajo en el minimercado que estaba a una cuadra de distancia. Una noche, cuando regresaba tarde al motel, noté un tenue resplandor que salía de la parte de atrás. Dejé mis compras en mi habitación y salí a ver qué era.
Detrás del edificio había un pequeño terreno boscoso. A veces, los borrachos encendían fogatas allí. Al gerente no le importaba, a no ser que se descontrolaran, y entonces llamábamos a la policía y a los bomberos.
No sé qué me impulsó a ir allí. Debería haber ido a buscar al señor Pensky y dejar que él lo revisara.
Me adentré en el terreno, tratando de no pisar las botellas de cerveza vacías y jeringas tiradas en el suelo. La luz salía de algún punto en el centro del lugar. Me abrí paso entre los árboles, siguiendo la luz. No parpadeaba como el fuego. Era más bien un pulso constante. Eso fue lo último que recuerdo haber visto en la Tierra.
Desperté sin recordar realmente haberme dormido. Me encontraba en un lugar limpio, casi estéril, y completamente extraño para mí. Me levanté de golpe y me di cuenta de que estaba desnuda.
La habitación era de un blanco brillante, al igual que el pequeño banco sobre el que estaba acostada. No había ventanas, y la luz parecía salir de las mismas paredes. Cuando puse los pies en el suelo, se sentía como si estuviera hecho de plástico duro. Al tocar las paredes, no sentí nada parecido a una puerta.
Mi respiración se aceleró y supuse que debía estar hiperventilando. De repente, sentí que la habitación se movía. La sensación fue leve, pero notable. Unas corrientes de aire fuertes me inmovilizaron los brazos y las piernas. El aire me separó los brazos del cuerpo y me separó las piernas. Giré la cabeza y vi cómo el banco se fundía de nuevo en el suelo.
Las paredes desaparecieron de repente. Es la mejor manera en que podría describirlo. Hace un momento estaban ahí, y luego no. Me encontraba sobre una plataforma iluminada de blanco, flotando hacia la nada.
Mis ojos se acostumbraron lentamente a la oscuridad y entonces pude distinguir unos rostros. Mi pequeña plataforma flotaba lentamente por un mar de caras. La mayoría eran de extraterrestres. Me sentía como si estuviera pasando por una abducción alienígena, como la gente le llama.
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