El hospital olía a desinfectante y agonía, un aroma que se me pegaba a la piel y al alma.
Mi gemela, Sofía, yacía en esa cama, conectada a máquinas que pitaban monótonamente, después de intentar quitarse la vida en el baño de la escuela.
Mis padres lloraban en silencio, un silencio que yo conocía bien, uno más peligroso que cualquier grito.
Entonces, sus voces crueles rompieron el silencio: "Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? La hermana de la loca."
Eran Perla y Luna, las acosadoras de mi hermana, regodeándose en nuestra desgracia, mientras el mundo las ignoraba.
"En el fondo, se lo merecía. Es tan débil," susurró Perla, y sentí algo frío y pesado nacer dentro de mí.
Mis padres intentaron echarlas, pero la policía no hacía nada, la escuela se lavaba las manos: "Sofía era demasiado sensible."