Actualidad
Desierto de Mojave, base aérea Edward
Cerca de Los Ángeles
Nicky
Vivir en un mundo de hombres ya es una maldita guerra perdida, pero que esa misma presión te carcoma desde tu propia familia, eso es lo que termina de volverte mierda por dentro. Puedes matarte estudiando, ser la primera en todo, sonreír como una imbécil para cumplir con el papel de hija perfecta, y aun así no alcanza. Jamás alcanza. Porque si no te acomodas al molde rancio que tu sangre te exige, entonces da igual todo lo que logres. Da igual cuánto sangres.
Te hartas. Te revientas por dentro de tanta hipocresía y de tanto aplauso que nunca llega. Y un día decides que, si vas a cargar con el fracaso, al menos que sea por elegir tu propio camino. Que, si vas a ser una decepción, entonces lo serás a tu manera. Buscas tus propias metas, tus propios desafíos, construyendo algo solo para vos, como quien escupe en la cara de todos los que nunca creyeron: "No soy suficiente para ustedes, pero mírenme, carajo, miren todo lo que logré sin deberles nada."
¿Debería aliviarte? ¿Sentirte más liviana? Mentira. Lo único que logras es alejarte de ellos a patadas, construir paredes tan gruesas que ni siquiera los recuerdos pueden atravesar. Crece el resentimiento como un tumor, silencioso pero mortal. Quizás encontraste en hacer lo que amas un refugio. O quizás solo encontraste una forma de no volverte cenizas intentando ser lo que ellos querían.
En mi caso, me cansé. Me cansé de ser solo Nicky Collins, la hija del magnate de la aeronáutica, la sombra de Alfred Collins. Me cansé de no ser suficiente para él, de ser un adorno más en esas galas interminables, un nombre bonito para firmar acuerdos.
Me cansé de sus charlas de negocios, de su indiferencia disfrazada de exigencia.
Me cansé de intentar alcanzarlo cuando desde el principio ya había perdido: nací mujer. No era el hijo varón que él había soñado moldear a su imagen.
Aun así, me arrastraba detrás de su mundo, intentando aprender cada engranaje del negocio familiar, como si con eso pudiera ganarme un maldito atisbo de su respeto. Pero después de la muerte de mi madre, algo dentro de mí simplemente se quebró.
Recogí una valija, le di la espalda a esa mansión fría y silenciosa, y salí. Sin despedidas, sin explicaciones. No hubo palabras de su parte, tampoco súplicas. Solo su silencio de piedra mientras me veía marcharme.
Y fue ahí donde lo decidí. Si no podía ser su orgullo, sería su pesadilla. Demostraría que era mil veces mejor que Alfred Collins. Me alisté en las fuerzas armadas. Como piloto.
El comienzo fue un infierno. ¡Mierda! No bastaba con soportar el programa agotador, la presión que te exprimía los huesos. Encima estaban las burlas, el acoso, los insultos velados. "¿Una nena jugando a ser piloto?", se reían a mis espaldas. Ni mis instructores creían en mí. Para ellos era otra mocosa rica buscando aventuras. Y para colmo, el apellido "Collins" pesaba como una piedra en el cuello. Mi abuelo había sido un piloto legendario. Mi padre, un empresario reverenciado en la industria aeronáutica. ¿Y yo? Solo una chica con demasiadas expectativas sobre los hombros.
Pero no me quebré. Fui la mejor de mi clase. Aprendí a volar cualquier maldito avión de combate que me pusieran en frente. Me comí cada humillación, cada mirada de desprecio, y las transformé en combustible.
Hoy vivo cerca de la base, en un departamento modesto. Nada de lujos, nada de decorados vacíos. Solo lo necesario: espacio, paz, aire. Y entreno a los nuevos. Para forjarlos como a mí me forjaron. O mejor aún: para destruir a los débiles antes de que se destruyan solos en el aire.
Y en este instante ajusto el cierre de mi chaqueta de vuelo mientras camino por el hangar. El eco seco de mis botas retumba en el espacio vacío, mezclándose con el olor a combustible y metal caliente. Frente a mí, un grupo de novatos forma fila, tiesos, sudorosos, como si estuvieran frente a un pelotón de fusilamiento.
Uno de ellos, un muchacho delgado de cabello revuelto, apenas consigue sostener la cabeza. Veo sus nudillos blancos de tanto apretar los puños. Tiembla, aunque se esfuerza por ocultarlo. Resoplo en silencio. Otro niño bonito, probablemente acostumbrado a que mamá y papá le limpiaran hasta los mocos.
Me planto frente a él, el peso de mi mirada cae sobre sus hombros como un yunque.
El silencio se hace espeso. Puedo oler el miedo, ácido y crudo.
Entorno los ojos, midiendo cada uno de sus movimientos.
-¿Nombre? -pregunto, con voz seca, dura como un disparo.
El cadete traga saliva, da un paso torpe al frente, enderezando la espalda como puede.
-C-cadete Alan Reed, señora -responde, la voz le sale fina, quebrada.
Entorno aún más los ojos. Mis labios se curvan en una mueca que no llega a ser sonrisa. Cruzo los brazos despacio, dejando que el cuero de la chaqueta crujiera, reforzando el peso del momento.
-¿Señora? -repito en un susurro helado, como una amenaza velada.
Alan palidece. Lo veo pestañear rápido, sudor resbalándole por la sien.
Me acerco un paso, invadiendo su espacio personal hasta que la visera de mi gorra casi le roza la frente.
-¿Acaso parezco tu maestra de jardín, Reed? -escarbo en su dignidad, esperando que se le quiebre la voz otra vez.
El cadete se traga el pánico. Aprieta la mandíbula hasta que parece que le va a estallar.
-No, teniente Collins -corrige, atropelladamente, bajando un poco más la cabeza.
Siento la satisfacción amarga hervir bajo mi piel. Pero no basta. Quiero que todos entiendan quién manda aquí. Enderezo la espalda, mi voz se eleva, firme como un látigo.