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Fue una lluviosa tarde de mayo en la que diría que todo cambió. Cada decisión que tomamos, por más mínima que sea, desencadena una serie de eventos en nuestras vidas, e incluso, en la de los demás. Aunque, lamentablemente, la mayoría de las veces no somos prudentes, o ni siquiera nos damos cuenta de que estamos tomando una fallida decisión. Y esa misma tarde, en la que caminaba de regreso a mi casa luego de aquel fatídico episodio vivido hacía tan sólo quince minutos antes, tomaría la mía.
Recuerdo que la lluvia cubría completamente las amplias calles de aquel vecindario con charcos enormes. Mi ropa se había empapado completamente, y eso me obligaba a mover con mayor fuerza mis débiles y delgadas piernas, y mi cabello se pegaba a mi sudorosa cara, dificultándome aún más la visión. Aún siento en mi piel la horrenda sensación de que todo daba vueltas, y el peso sobre mi alma de todo lo acontecido ese día… Y la soledad, aquella sensación de estar sola en todo el mundo, y contra todo el mundo. Aquella que por años fue mi inseparable compañera, y que, a pesar de algunos eventos felices, siempre regresaba, recordándome que era parte de mí.
Todo mi cuerpo pedía a gritos un poco de calma, y un motivo por el cual seguir soportando. Ya no me quedaba nada de voluntad, ni de esperanza de poder salir de este pozo oscuro en el que me encontraba encerrada desde hacía años.
Y lo de hoy, ya era cruzar la delgada línea de cordura que me quedaba. Las imágenes me agobiaban, grabadas dentro de mis párpados. El rostro de mi novio Derek distorsionado por la ira, y cada uno de los golpes con los que se desquitó sobre mí quince minutos atrás, luego de contarle lo sucedido en el baño de la escuela… Pero, lo que más me partió en mil pedazos, fue lo que desencadenó todos aquellos sucesos desastrosos. El horrendo final de algo que ni siquiera llegué a comprender del todo que sucedía. La única chispa de esperanza que se me dio sorpresivamente, y que así de inesperado y rápido como llegó, se me fue quitado. O quizás, en realidad sí tuve la culpa, pero ya nunca lo sabré. Como bien dije, todos tomamos decisiones constantemente, minuto tras minuto; y la mayoría, al menos en mi vida, siempre fueron malas.
Jueves 16 de mayo, 2019. New Rochelle, New York, Estados Unidos.
Dolor, eso es lo único que siento en este momento. Mi cabeza palpita y retumba con los desbocados latidos de mi corazón que hacen eco en mis oídos, creando una capa de un fuerte rojo al cerrar mis ojos. Pero debo llegar a casa, a mi habitación: mi único pequeño refugio.
Al llegar a la entrada de la pintoresca cada bien arreglada, que aparenta ser el mejor hogar de la mejor familia del vecindario, noto que las luces ya están prendidas, anunciando que mis padres ‒o al menos mi madre‒, ya regresaron del trabajo. Maldiciendo, me escabullo entre los arbustos de la entrada directo al costado de la casa, que da a mi habitación en el primer piso. Ayudándome con el viejo roble junto a la ventana, trepo con dificultad y consigo pasar una pierna en la rota rama gruesa, y aferrándome al tronco empujo con la punta del pie la persiana entornada, para así impulsarme y lograr aterrizar dentro de la oscura habitación con un ruido sordo.
Mi cuerpo duele aún más, sin contar mi irregular respiración, el dolor punzante que recubre mis costillas y mi vientre un poco hinchados, y la sangre en mi labio inferior que me marea aún más con ese sabor metálico tan fuerte. En pocas palabras, me siento un saco de basura maltrecho.
Camino como puedo sosteniéndome de la pared hacia el baño, y tomo con apuro unos calmantes del botiquín, rogando para que me calme y poder aguantar lo que queda del maldito día. En la mesita de luz, el reloj que marca las ocho de la noche, seguramente en un rato estará lista la cena, por lo que debo apurarme en alistarme.
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