Adriano recuperó la consciencia mucho antes de abrir los ojos, un mecanismo de seguridad que había aprendido desde muy joven, necesitaba prestar atención a los detalles antes de ponerse en evidencia, todo pequeño conocimiento previo es una ventaja que podría significar la vida o la muerte.
Lo primero que pudo notar es que su cuerpo no dolía, pero se sentía extraño, como si llevase durmiendo demasiados días, sus músculos estaban agarrotados y se sentían pesados, probablemente debido a algún somnífero. Pero además de eso, sentía cada una de sus extremidades.
Lo segundo eran los grilletes en sus muñecas, estaba recostado sobre una superficie blanda, muy probablemente una cama, aun así, tenía grilletes pesados en cada muñeca y tobillos, quien lo hubiera puesto en aquella situación, sabía lo suficiente como para no fiarse de él. Ciertamente, habría sido un imbécil si pensara que podía capturar a Adriano Amato y no morir después de ello. Lo tercero que se dio cuenta, es que no estaba en Vancouver. Afuera se podía escuchar el sonido del mar, el lugar era húmedo y hacía frío, al menos no estaba desnudo.
En su casa no hacía frio, Emma no toleraba los climas bajos, por eso se había encargado personalmente de supervisar el sistema de calefacción de su hogar…
Emma…
Los recuerdos del incendio lo golpearon como una bofetada, Su mujer tratando de abrir la puerta trabada, como juntos habían lanzado el colchón ventana abajo y la había empujado afuera segundos antes de la explosión. Abrió los ojos de golpe y miró alrededor, estaba en una celda, en la parte superior, había una pequeña rendija de donde, venía el sonido del mar y la poca luz que iluminaba el espacio, se sentó con lentitud y miro la cama, estaba cubierto por frazadas viejas, pero al menos se veían limpias, siguió el rastro de las cadenas hasta un agujero en la pared, tenían la distancia suficiente para que se moviera de la cama a un urinario a poco más de un metro. Tiró a un lado la frazada con torpesa, puesto que cada movimiento se sentía como cientos de agujas en sus músculos que dolían como el infierno. Pero nada de eso importaba, porque necesitaba saber el estado y ubicación de su pequeña bola de ira y… Dios santo… Su hijo, ¿Cómo había podido olvidarlo? Su mujer estaba embarazada cuando la había lanzado por la ventana. Sabía que si bien, había caído sobre el colchón, debido a esa altura, el golpe habría sido lo suficientemente fuerte para causarle un aborto…
Tenía que salir de ahí, Emma estaría devastada, Pero sus músculos, parecían pesar cientos de toneladas cada uno, flexionó las piernas para comenzar a ejercitarlas, pero entonces vio su piel, su pantalón de una tela vieja y afranelada se había subido hasta el tobillo, rebelando una porción pequeña de su tobillo y pierna, lo suficiente para ver su piel arrugada y cicatrizada, llevó sus manos bajo la tela de los pantalones, la sensación era similar, continuó con su autoexploración hasta su cadera, levanto la camiseta vieja y suelta…
Toda la parte derecha de su cuerpo hasta el pectoral, había sido alcanzado por el fuego, dejando la piel arrugada y chamuscada, algo en él hizo eco de recordar el calor y ciertos fragmentos, un eco en su memoria del dolor. Pero aquello no fue lo que realmente le preocupó, lo que comenzó a provocarle una ola de ansiedad, si bien era un hombre vanidoso, sabía a ciencia cierta que su mujer no podría importarle menos y aquella era la única opinión femenina que le importaba. No. Lo que realmente lo hizo preocupar fue el estado de su piel, estaba completamente cicatrizada, curada completamente, aquello no tendría sentido a menos que hubieran pasado meses y tal vez años desde el accidente, pero en su poca memoria, todo había sucedido hace pocas horas….
El ruido metálico de una enorme puerta al final del pasillo, por fuera de la celda, donde se encontraba, despejó su pequeño pánico, averiguaría que demonios estaba sucediendo, pero por ahora, tenía que conocer a su carcelero. Se mantuvo en aquella posición semi sentando en la cama mientras escuchaba el eco del caminar de los zapatos hacia su dirección. Levantó la cabeza cuando vio los lujosos zapatos al otro lado de los garrotes de la celda.
—Lorenzo.— Saludó Adriano, carraspeó su garganta al prestarle atención por primera vez a la sequedad de su garganta, y lo ronca que se escuchaba su voz.
El carcelero, sangre de su sangre abrió la celda y entró en ella con total confianza y tranquilidad, se apoyó en los barrotes que habian quedado a su espalda.
—Adriano, finalmente despiertas.— señaló aquel hombre, que tiempo atrás, había sido su aliado, su primo, ahora, hablaba con la misma calma, como si no estuviera esposado con unos enormes grilletes en cada extremidad en medio de una vieja celda.
—¿Qué significa esto? Quítame estas cosas.— exigió en un gruñido Adriano, su mirada fría y tajante.
—Deberías estar agradecido de que te salvé el culo, Adriano.— Dijo Lorenzo cruzando sus brazos sobre el torso, su mirada divertida y burlona.— Mira tu estado, una persona inteligente en tu situación no sería tan agresiva con su salvador, querido primo.
—Una persona inteligente no me tendría, aquí, en estas condiciones, Lorenzo, y sobre todo, una persona con el mínimo de cerebro, jamás se habría atrevido a tocar mi hogar…— Su tono, una navaja amenazante y asesina que podría haber cortado el aire en aquel segundo.
—Te equivocas Adriano, yo no inicié el fuego, por el contrario, cuando me enteré de los planes de Franco y Beatrice, me apresuré a detener el circo que pensaban montar — Explicó con la misma tranquilidad que lo caracterizaba.— Pero cuando llegamos, el incendio ya estaba consumiendo todo, aun así, mis hombres entraron a la casa en llamas y te encontraron en el dormitorio principal con la mitad de tu cuerpo bajo una tabla en llamas.— Comenzó a contar a Adriano con una frialdad de quien narra un paseo por el parque— debido al fuego, cedió parte del techo y cubrió la ventana, te desmayaste debido al humo.
—Déjame adivinar— continuó Adriano con un tono hastiado.— Luego de “salvarme”, te diste cuenta de los beneficios que podías sacar si, me convertías en tu prisionero.— Concluyó.
—Soy un hombre de negocios, Adriano, ambos lo somos. —Dijo Lorenzo como si fuera una obviedad —No puedes culparme por buscar una buena inversión.— señaló— Me encargué de que te atendieran en la mejor clínica privada de Italia y cuando estuviste estable, te trasladé para acá, no fue una tarea sencilla —señaló— los doctores siguieron viniendo hasta que las heridas cicatrizaron.