Mi hermano Leo, que llevaba diez años en un silencio ininterrumpido, era una presencia extraña en nuestra casa. Mi mamá lo llamaba un alma vieja, mi papá suspiraba, esperando que algún día hablara. Yo, Ana, de diecisiete, solo veía un niño mudo. Hasta un martes por la mañana, cuando, con mi papá a punto de irse al trabajo, Leo rompió el silencio. "Papá no va a ir a la chamba", dijo con una voz rasposa pero firme, clavando mi mundo en el asombro y el miedo. Mi mamá dejó caer la licuadora, mi papá quedó petrificado en la puerta. Él se quedó en casa ese día, pero no para descansar. Horas después, lo encontré en el patio, tirado en un charco de sangre, muerto. La policía lo cerró como un trágico accidente: un sonámbulo que cayó. Pero las palabras de Leo se clavaron en mi mente; nadie más pareció notarlas, solo yo. Cinco años después, el dolor seguía, mezclado con la culpa de un secreto que guardaba. Me había enamorado de Carlos, un refugio de normalidad. Anunciar nuestro compromiso significaba volver a casa, a ese mausoleo de nuestra familia rota, y enfrentarme a Leo, ahora un adolescente distante. Intenté ignorar el nudo en mi estómago, la inquietud que me decía que esa cena familiar no sería un nuevo comienzo. En medio de la cena, Leo, de nuevo en un susurro inaudible para mí, advirtió a Carlos. "Gracias por el consejo", dijo Carlos, una extraña calma en su voz, mientras mi hermano me lanzaba una sonrisa vacía, la misma de nuestra tragedia pasada. Él negó que fuera algo importante, pero yo sabía que me estaba mintiendo. La historia se repetía, y yo estaba, de nuevo, en el centro de la tormenta. Menos de veinticuatro horas después, el mundo se derrumbó. Los titulares lo gritaron: "El \'Niño Profeta\'...es encontrado muerto. Autoridades sospechan suicidio". No podía ser, no me creí la versión oficial. La llamada de Leo antes de su muerte resonó en mi cabeza, cortada por un ruido sordo. "No vayas a la iglesia... es una trampa...", me había advertido con pánico en su voz. Justo después, Carlos tuvo un accidente, su auto destrozado. La advertencia de Leo no era una casualidad, sino una profecía. Y ahora, todo se conectaba en una telaraña oscura y pegajosa que nos estaba atrapando a todos. El miedo me invadió, un terror insoportable por Leo, por Carlos, por mi madre. Ignoré todo y tomé una decisión: debía ir a esa iglesia. Tenía que llegar al pueblo de San Miguel y descubrir la verdad, sin importar cuál fuera.
Mi hermano Leo, que llevaba diez años en un silencio ininterrumpido, era una presencia extraña en nuestra casa.
Mi mamá lo llamaba un alma vieja, mi papá suspiraba, esperando que algún día hablara.
Yo, Ana, de diecisiete, solo veía un niño mudo.
Hasta un martes por la mañana, cuando, con mi papá a punto de irse al trabajo, Leo rompió el silencio.
"Papá no va a ir a la chamba", dijo con una voz rasposa pero firme, clavando mi mundo en el asombro y el miedo.
Mi mamá dejó caer la licuadora, mi papá quedó petrificado en la puerta.
Él se quedó en casa ese día, pero no para descansar.
Horas después, lo encontré en el patio, tirado en un charco de sangre, muerto.
La policía lo cerró como un trágico accidente: un sonámbulo que cayó.
Pero las palabras de Leo se clavaron en mi mente; nadie más pareció notarlas, solo yo.
Cinco años después, el dolor seguía, mezclado con la culpa de un secreto que guardaba.
Me había enamorado de Carlos, un refugio de normalidad.
Anunciar nuestro compromiso significaba volver a casa, a ese mausoleo de nuestra familia rota, y enfrentarme a Leo, ahora un adolescente distante.
Intenté ignorar el nudo en mi estómago, la inquietud que me decía que esa cena familiar no sería un nuevo comienzo.
En medio de la cena, Leo, de nuevo en un susurro inaudible para mí, advirtió a Carlos.
"Gracias por el consejo", dijo Carlos, una extraña calma en su voz, mientras mi hermano me lanzaba una sonrisa vacía, la misma de nuestra tragedia pasada.
Él negó que fuera algo importante, pero yo sabía que me estaba mintiendo.
La historia se repetía, y yo estaba, de nuevo, en el centro de la tormenta.
Menos de veinticuatro horas después, el mundo se derrumbó.
Los titulares lo gritaron: "El \'Niño Profeta\'...es encontrado muerto. Autoridades sospechan suicidio".
No podía ser, no me creí la versión oficial.
La llamada de Leo antes de su muerte resonó en mi cabeza, cortada por un ruido sordo.
"No vayas a la iglesia... es una trampa...", me había advertido con pánico en su voz.
Justo después, Carlos tuvo un accidente, su auto destrozado.
La advertencia de Leo no era una casualidad, sino una profecía.
Y ahora, todo se conectaba en una telaraña oscura y pegajosa que nos estaba atrapando a todos.
El miedo me invadió, un terror insoportable por Leo, por Carlos, por mi madre.
Ignoré todo y tomé una decisión: debía ir a esa iglesia.
Tenía que llegar al pueblo de San Miguel y descubrir la verdad, sin importar cuál fuera.
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