La Historia de los Asesinos

La Historia de los Asesinos

Gavin

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Capítulo

Era viernes por la tarde, un día que prometía la alegría habitual con mi hija. Mis suegros se llevaron a Luna, y una premonición me oprimió el pecho. Ricardo, mi esposo, desestimaba mis temores con condescendencia. «¡Estás exagerando!», me dijo. Pero su paciencia se quebró cuando le pedí que la trajera antes. Entonces, soltó esa frase mortal, casi como un pensamiento secundario. «Además, Isabel también irá. Ayudará a cuidarla». Isabel, esa mujer que mi esposo admiraba de forma inapropiada. La traición me golpeó como un rayo, la cena se volvió cenizas en mi boca. Las excusas de mis suegros al día siguiente, evitándome hablar con mi niña, solo alimentaron mi pánico. «Está durmiendo», decían, y el clic del teléfono al colgar resonaba como un disparo. La presa se rompió; grité a Ricardo: «¡Me están mintiendo!». Pero él defendió a su familia, a Isabel. «¡Cálmate de una vez! ¡Estás haciendo un escándalo por absolutamente nada!». Me sentí sola, atrapada en una pesadilla. Tomé el teléfono y, al llamar a Ricardo, escuché su risa cómplice con Isabel. «Tu esposa es tan intensa», dijo ella. Y él respondió: «Déjala. Ya se le pasará el berrinche. Está loca». El mundo se detuvo, el dolor era insoportable, pero Luna era lo único que importaba. «¿Dónde está mi hija?». «Está... con mis padres. Ya te lo dije. Deja de molestar», me interrumpió y colgó. Corrí a la policía, pero mis ruegos fueron en vano; dijeron que era una "disputa familiar" . Luego, una llamada del hospital: «Accidente... Luna Patterson». Corrí sin aliento, solo para encontrar un pequeño cuerpo bajo una sábana blanca, con su pulsera de listones. Ricardo, pálido, me gritó: «¡Tú tienes la culpa!». Ese fue el final. Mi dolor se transformó en rabia; la bofetada resonó en la morgue. La cámara de seguridad falló en el momento crucial, y mi suegra había autorizado la cremación. «¿Cómo pueden cremar a un niño sin la firma de ambos padres?». Entonces, recordé el bolso de Luna en el coche de Ricardo; Isabel tenía los documentos de mi hija. Esto no fue un accidente. Yo me encargaría de que él y los suyos pagaran.

Introducción

Era viernes por la tarde, un día que prometía la alegría habitual con mi hija.

Mis suegros se llevaron a Luna, y una premonición me oprimió el pecho.

Ricardo, mi esposo, desestimaba mis temores con condescendencia.

«¡Estás exagerando!», me dijo.

Pero su paciencia se quebró cuando le pedí que la trajera antes.

Entonces, soltó esa frase mortal, casi como un pensamiento secundario.

«Además, Isabel también irá. Ayudará a cuidarla».

Isabel, esa mujer que mi esposo admiraba de forma inapropiada.

La traición me golpeó como un rayo, la cena se volvió cenizas en mi boca.

Las excusas de mis suegros al día siguiente, evitándome hablar con mi niña, solo alimentaron mi pánico.

«Está durmiendo», decían, y el clic del teléfono al colgar resonaba como un disparo.

La presa se rompió; grité a Ricardo: «¡Me están mintiendo!».

Pero él defendió a su familia, a Isabel.

«¡Cálmate de una vez! ¡Estás haciendo un escándalo por absolutamente nada!».

Me sentí sola, atrapada en una pesadilla.

Tomé el teléfono y, al llamar a Ricardo, escuché su risa cómplice con Isabel.

«Tu esposa es tan intensa», dijo ella.

Y él respondió: «Déjala. Ya se le pasará el berrinche. Está loca».

El mundo se detuvo, el dolor era insoportable, pero Luna era lo único que importaba.

«¿Dónde está mi hija?».

«Está... con mis padres. Ya te lo dije. Deja de molestar», me interrumpió y colgó.

Corrí a la policía, pero mis ruegos fueron en vano; dijeron que era una "disputa familiar" .

Luego, una llamada del hospital: «Accidente... Luna Patterson».

Corrí sin aliento, solo para encontrar un pequeño cuerpo bajo una sábana blanca, con su pulsera de listones.

Ricardo, pálido, me gritó: «¡Tú tienes la culpa!».

Ese fue el final.

Mi dolor se transformó en rabia; la bofetada resonó en la morgue.

La cámara de seguridad falló en el momento crucial, y mi suegra había autorizado la cremación.

«¿Cómo pueden cremar a un niño sin la firma de ambos padres?».

Entonces, recordé el bolso de Luna en el coche de Ricardo; Isabel tenía los documentos de mi hija.

Esto no fue un accidente.

Yo me encargaría de que él y los suyos pagaran.

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Romance

5.0

Siempre creí que mi vida con Ricardo De la Vega era un idilio. Él, mi tutor tras la muerte de mis padres, era mi protector, mi confidente, mi primer y secreto amor. Yo, una muchacha ingenua, estaba ciega de agradecimiento y devoción hacia el hombre que me había acogido en su hacienda tequilera en Jalisco. Esa dulzura se convirtió en veneno el día que me pidió lo impensable: donar un riñón para Isabela Montenegro, el amor de su vida que reaparecía en nuestras vidas gravemente enferma. Mi negativa, impulsada por el miedo y la traición ante su frialdad hacia mí, desató mi propio infierno: él me culpó de la muerte de Isabela, filtró mis diarios y cartas íntimas a la prensa, convirtiéndome en el hazmerreír de la alta sociedad. Luego, me despojó de mi herencia, me acusó falsamente de robo. Pero lo peor fue el día de mi cumpleaños, cuando me drogó, permitió que unos matones me golpearan brutalmente y abusaran de mí ante sus propios ojos, antes de herirme gravemente con un machete. "Esto es por Isabela", susurró, mientras me dejaba morir. El dolor físico no era nada comparado con la humillación y el horror de su indiferencia. ¿Cómo pudo un hombre al que amé tanto, que juró cuidarme, convertirme en su monstruo particular, en la víctima de su más cruel venganza? La pregunta me quemaba el alma. Pero el destino me dio una segunda oportunidad. Desperté, confundida, de nuevo en el hospital. ¡Había regresado! Estaba en el día exacto en que Ricardo me suplicó el riñón. Ya no era la ingenua Sofía; el trauma vivido había forjado en mí una frialdad calculada. "Acepto", le dije, mi voz inquebrantable, mientras planeaba mi escape y mi nueva vida lejos de ese infierno.

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