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En el siglo XIX, concretamente en el 1856, la mujer era considerada un objeto, ya fuera sagrado o de placer. En cualquier caso, dependía de los hombres que la rodeaban, tanto de su familia como de su futuro esposo. La sociedad no la consideraba capaz de tomar decisiones propias debido a la debilidad de su carácter y a su escaso, o casi nulo razonamiento; además, se esperaba que fuera sumisa.
Por ello, las doncellas de clase alta eran casadas jóvenes con personas de su mismo estatus social, ya que mantener el prestigio en la sociedad era vital y la única regla imperante era que las clases alta y baja jamás podrían relacionarse.
En aquel entonces, la iglesia Santa Mercedes era testigo de un aguacero implacable. El agua fría se precipitaba con decisión sobre el suelo y los tejados de Cassidy. Sin embargo, lo que realmente importaba no era la lluvia, sino la multitud congregada para la boda del señor Salvador y la señorita Wingburgh. Ambas familias, de alta alcurnia y renombre en el pueblo, se unían ese día.
La expectación crecía mientras todos aguardaban la entrada de la novia, acompañada por una melodía que resonaría en el recinto. La joven avanzaba hacia el altar entre sonrisas y aplausos de los invitados. Sin embargo, solo unos pocos conocían la verdad: para ella, se trataba de un matrimonio forzado; para él, una transacción comercial.
La protagonista de nuestra historia es Verónica Charlotte Wingburgh, quien lucía un vestido blanco de ensueño, tan bello como sencillo. Su atuendo, digno de una princesa, consistía en una falda de seda blanca, adornada con delicados toques de encaje, y un corset igualmente ornamentado con sutiles detalles. El velo, de gasa decorado con encaje floral, ocultaba su rostro marcado por la tristeza de aquel día.
Con paso lento, se dirigía hacia su prometido, un general que la esperaba en el altar. A pesar de la solemnidad, Verónica solo pensaba en escapar. Desafortunadamente, no tenía a dónde huir ni con quién. A través del velo, cruzó una mirada con su prima Elisa, la única que comprendía la infelicidad que le aguardaba en su matrimonio. Le ofreció una sonrisa de consuelo, un gesto silencioso para que continuara.
La ceremonia comenzó cuando Don Salvador tomó la mano de Verónica, acortando la distancia entre ellos. El sacerdote Enrique inició con palabras dulces:
—Hoy, en la casa del Señor... —empezó, dirigiéndose a los presentes—, uniremos en sagrado matrimonio a Don Antonio Leopoldo Salvador y a Lady Verónica Charlotte Wingburgh —anunció, mirando a los futuros esposos.
La tristeza de Verónica se hizo palpable al darse cuenta de lo poco que quedaba de su libertad. Bajó la mirada para contener las lágrimas, símbolo de la tormenta interna que enfrentaba: un matrimonio arreglado por sus padres. Durante el discurso del sacerdote, mantuvo la vista fija en el suelo, hasta que llegó el momento crucial.
—Don Antonio Leopoldo Salvador, ¿toma a Lady Verónica Charlotte Wingburgh como su legítima esposa, para amarla y respetarla en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe? —preguntó el sacerdote.
Antonio respondió con una voz que denotaba firmeza y seriedad:
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