En la sala de subastas de Polanco, la joya zapoteca que anhelaba para mi boda se convirtió en el epicentro de mi infierno.
De repente, una voz dulce y serpentina, la de Sofía -la protegida de mi prometido Alejandro- irrumpió, elevando la puja por apenas un peso.
La miré, extrañada, y ella me sonrió con una dulzura que me heló el alma.
Las risas se alzaron, cada oferta y cada mirada de burla de Sofía, aprobadas por el silencio de Alejandro, resonaron como bofetadas.
La humillación pública se volvió insoportable, pero él solo me susurró: "Mi amor, a la muchacha le encantan estas cositas brillantes, déjala, sé buena" .
¿Ser buena? Mi ira crecía, hirviendo. ¿Cómo podía permitir que su protegida me humillara, compitiendo por un símbolo tan importante para nuestra boda?
La Leona estaba herida, la vergüenza ardía.
En un arrebato, prendí fuego al catálogo, declarando con voz firme: "Anulo la puja. Este objeto ha sido manchado por la mala fe. Ya no tiene valor" .
Alejandro, lejos de recriminarme, me besó la frente y susurró: "Qué carácter, mi Leona" .