La prisionera quiere la Libertad

La prisionera quiere la Libertad

Gavin

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Capítulo

El teléfono sonó, rompiendo el silencio gélido de la sala de espera. Mi madre estaba gravemente enferma, solo un tratamiento experimental en Houston podría salvarla, y Álex, mi esposo, el hombre al que había dañado en nuestra vida pasada y a quien ahora intentaba amar, era mi única esperanza. Pero su voz al otro lado de la línea cortó el aire: "Pagaré todos los gastos, Isabella. Con una condición: que renuncies a todo mi patrimonio y aceptes públicamente mi relación con Lorena Pineda". Sabía, por la frialdad de sus ojos, que él también recordaba nuestra vida pasada, el dolor de mi traición y el desprecio con el que yo traté su amor. Me convertí en su prisionera, firmando papeles que me despojaban de todo. Él desfilaba con Lorena frente a mis ojos, me humillaba, me recordaba secretos íntimos de un pasado que solo nosotros dos conocíamos. Intenté escapar con un divorcio, pero la trampa de Lorena en una gala benéfica, con fotos comprometedoras proyectadas para acusarme, lo desató todo. Álex, ciego de ira, me abofeteó y me obligó a arrodillarme frente a ella. Una noche, derramó agua hirviendo sobre mi mano, como castigo. ¿Por qué tanta crueldad? Yo solo quería amarlo y reparar mis errores, pero él solo me ofrecía tortura. Su abuelo, Don Fernando, cayó herido tras una farsa de Lorena, y Álex me culpó, llevándome a la cima de una montaña, amenazándome con mi fobia a las alturas para que confesara. La injusticia me quemaba más que mi propia piel, la incomprensión era agonizante. Ya no podía más. Comprendí que la única forma de romper este círculo de dolor era desaparecer. Decidí fingir mi propia muerte para escapar de un tormento que no aceptaba mi arrepentimiento, para poder, por fin, ser libre.

Introducción

El teléfono sonó, rompiendo el silencio gélido de la sala de espera. Mi madre estaba gravemente enferma, solo un tratamiento experimental en Houston podría salvarla, y Álex, mi esposo, el hombre al que había dañado en nuestra vida pasada y a quien ahora intentaba amar, era mi única esperanza.

Pero su voz al otro lado de la línea cortó el aire: "Pagaré todos los gastos, Isabella. Con una condición: que renuncies a todo mi patrimonio y aceptes públicamente mi relación con Lorena Pineda". Sabía, por la frialdad de sus ojos, que él también recordaba nuestra vida pasada, el dolor de mi traición y el desprecio con el que yo traté su amor.

Me convertí en su prisionera, firmando papeles que me despojaban de todo. Él desfilaba con Lorena frente a mis ojos, me humillaba, me recordaba secretos íntimos de un pasado que solo nosotros dos conocíamos. Intenté escapar con un divorcio, pero la trampa de Lorena en una gala benéfica, con fotos comprometedoras proyectadas para acusarme, lo desató todo. Álex, ciego de ira, me abofeteó y me obligó a arrodillarme frente a ella. Una noche, derramó agua hirviendo sobre mi mano, como castigo.

¿Por qué tanta crueldad? Yo solo quería amarlo y reparar mis errores, pero él solo me ofrecía tortura. Su abuelo, Don Fernando, cayó herido tras una farsa de Lorena, y Álex me culpó, llevándome a la cima de una montaña, amenazándome con mi fobia a las alturas para que confesara. La injusticia me quemaba más que mi propia piel, la incomprensión era agonizante.

Ya no podía más. Comprendí que la única forma de romper este círculo de dolor era desaparecer. Decidí fingir mi propia muerte para escapar de un tormento que no aceptaba mi arrepentimiento, para poder, por fin, ser libre.

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Mi mano temblaba mientras firmaba los papeles del divorcio, un acto que sellaría el fin de mi matrimonio con Isabella y pondría en marcha un futuro incierto. Pero para mí, Ricardo Vargas, ese no era el final, sino el comienzo de una segunda oportunidad, un milagro inexplicable tras una pesadilla que ya había vivido una vez. Recordaba la ceguera de Isabella, su devoción absoluta por su hermana, Camila, y su sobrino mimado, Mateo, cómo mi hogar se convirtió en una fuente inagotable de recursos para ellos, mientras mi propia hija, Sofía, era ignorada. La imagen más dolorosa, la que me había despertado sudando frío, era la de mi pequeña Sofía, de solo cinco años, ardiendo en fiebre, luchando por respirar. Mientras yo, desesperado, llamaba a Isabella una y otra vez sin obtener respuesta; ella, como siempre, atendía los caprichos de su hermana. Cuando finalmente regresó a casa, ya era demasiado tarde: la vida de Sofía se había apagado en la soledad de su habitación, y con ella, el alma de Ricardo se había roto en mil pedazos. Ahora que el destino me había dado una segunda oportunidad, me di cuenta de que mi esposa ni siquiera conocía a su propia hija. Necesitaba una prueba, un ultimátum silencioso, y así se lo propuse a mi Sofía: "Cuando mamá llegue, si viene a verte a ti primero y te da un beso, nos quedaremos aquí todos juntos; pero si va primero a ver a tu primo Mateo, entonces tú y yo nos iremos de viaje, un viaje muy largo, solo nosotros dos, ¿estás de acuerdo?". Unos minutos después, el auto de Isabella se estacionó afuera y escuchamos su voz melosa y preocupada: "¡Camila! ¡Mateíto, mi vida! ¿Cómo están? Vine en cuanto me dijiste que el niño tenía tos". Y así, la traición se confirmó, fresca y punzante como la primera vez, mientras veía la silenciosa decepción en los ojitos de mi Sofía. En ese momento, la rabia crecía en mi interior, y me di cuenta de que Isabella no había cambiado; ella nunca cambiaría. No sabía que esta vez, yo sí lo haría.

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