Agua de Nieve
la segadora.-los sue?os de una noche
nde escolta de ilusiones y recuerdos, hasta el instante en que volvemos á encontrar á Regina en otra
inexorable de la Muerte, cayó Jaime de Alcántara, el ufano cab
as jornadas por el Nuevo Mundo, y de pronto dió Jaime inespe
ados cabellos, sobre un pedazo de papel donde comenzara á escribir un soneto precioso ?A la felicidad?... Dejó iniciada en sus
a, ?adón
rónica y fúnebre consulta, clamó, asi
quiero saberlo; quiero detenerte!... ?No consiento que te vayas de esta e
sta y hombre mundano, su romántica melena, sus ilusiones infantiles,
de asombro, con una especie de su
a lue
llorar, sin hablar, lanzó un suspiro y bajó la cabeza, como si á
viajes le fabricaban en la imaginación estupendas fantasías, con dolor y quebranto de alma y cuerpo. So?aba á gritos, despierta y espantada, ó so?aba dormida, quieta y silenciosa, sin otro síntoma de la quimera mortificante que alguna furtiva lágrima, densa y ardiente rodando por el rostro impasible, y algún apagado sollozo henchido de angustia. En aquellas crisis de acerba insensatez, cuantas figuraciones son posibles bajo una frente ahita de imágenes y de membranzas surgían volanderas en tropeles, fingiéndole á la visionaria una existencia de pesadilla y desatino, entre luces y sombras, entre delicias y torturas. ?Qué de cosas leídas ó adiv
hunde la planta en los remotos glaciares. Desde una isla de palmeras y bambúes, que se refleja en el mar como un paisaje de abanico, sube de repente al cono del Orizaba, de la mano de los volcaneros indios, y des
l de púrpura del sol levante. Van creciendo las aguas del plácido diluvio hasta
das cordilleras, de cumbres rojas con fuego de volcanes, y desde la cima hirviente, desciende la piragua de Tlaloc en vorágine espantosa hasta el fondo profundo de las hoces. Regina hubiera querido morir pronto en aquella tragedia de los elementos, porque le dolía cruelmente la cabeza, herida sin piedad por los colmillo
rola, para se
á corresponder con efusión á su saludo, cuando un súbito rubor la detiene, presa de terrible azo
los, tapizados con hojas nervadas de rubí, se yerguen entre los luengos y odoríferos estambres de las ingas; ca?as bravas, altas ca?as dísticas, aparecen enguirnaldadas por lianas, sutiles como cabellos, ó gruesas como mástiles, que entre el follaje se encabestran de mil modos, y que en la altura ostentan con orgullo sus campanillas purpúreas y azulada
res; y cada uno de aquellos pétalos odorantes y blandos, al acariciar su carne
deja caer al suelo la viajera. Unas gotas de líquido frescor le resbalan por la frente y le salpican el rostro. No sabe si son la sangre de su herida ó las lágrimas de sus pesares... Tal
negras, encarnadas y azules, aleteando entre anacardos, musgos y líquenes, orquídeas y helechos trepadores. Todas estas parasitarias hacen nidos y palios á los loros y á las cotorras que se cortejan y charlan con agudas voces. En una red de encajes formados por vainillas de carnosas guirnaldas, un martín pescador está en acecho, y sobre el regi
un río soberbio. ?Acaso el Magdalena? No lo sabe. Todos los grandes ríos que han remontado con varoniles audacias, los confunde ahora; todos en su recuerdo son azarosos mares sin orillas... Buscando la salvación con impaciencia furiosa, halla la fugitiva un milagroso puente bamboleante, formado por dos troncos, cubiertos de fajinas y tierra. Perseguida muy cerca por la serpiente, trata de ganar de un salto la frágil esperanza, y
ía, dudando y creyendo, entre el espanto del delirio y la luz de la cordura; trépidos
n alma que tiembla acosada por un monstruo, delante de un abismo, agitando las alas
s flores que la persiguen como un augurio mortal. Pero tiende hacia su amiga una mirada complaciente y dulce, y Eugenia sonríe tranquila, sin notar que hay en aquellos ojos un bosque de
Regina, y con denuedo luchó cara á la muerte. En las breves remitencias de su mal, se daba cuenta de su estado y hacía
parates confusos, sin graves notas de terror ni fatídicas advertencias de exterminio. Ya en las vírgenes espesuras donde ambulaba el espíritu errátil de Regina, no asom
suceden aventuras de raro prodigio y placentera traza... Ahora, entunicada á la griega, en traje vaporoso de ninfa, la ni?a rubia hace unas plácidas excursiones de ensue?o por los más varios y admirables caminos del planeta... Cruza bosques perfumados por los aromas de la gran datura blanca, cubiertos de espigas rosas y azules y enmara?ados de enredaderas floridas,
de frío. La muchacha, indemne á todas las inclemencias de la temperatura, avanza con lentitud caprichosa, envolviéndose en cendales de tul; pero ya en la cima del páramo, siente un instante de incertidumbre, no sabiendo qué rumbo tomará por el s
s del ave, y se lanza á la inmensidad de los cielos, arrebatada y
que flota, triunfante y mayestática. Y se va convirtiendo en una hoja de papel, en un pétalo de flor,
entre las mil quinientas hijas del sol que en el Imperio lejano de los Incas habitaron el Recinto de oro... Los jardines que rodean al famoso templo están formados de frutas, plantas
vez espera á muchos rimadores due?os de ?la flor natural?, y se detiene en la linde
iosa, dócil á las impresiones de los sentidos. Mientras el aroma del bosque la deleita, tórnase la niebla de sus dedos en carne obediente, y encima de la estofa de su túnica halla la joven con
ecordar lo que ha so?ado, con regocijo infantil evoca el sugestivo nombre de una comedia que anta?o aplaudió en Torremar: Sue?os de oro... El sol, como una bella realidad de aquella fá
ncioso afán, y Eugenia, que ha envejecid