Agua de Nieve
al tíber.-las pulseras de fuego.-el c
ra; imán de todos los calaveras ociosos y noveleros del mundo. Allí conocieron Regina y su aya que el veleidoso
respondía al nombre romántico de Silvia, y que arrastraba, con mucha languidez, por las lujosa
la categoría de aquella mujer, ya Regina la miraba con ce?o ad
on inútiles; y cuando Silvia se cansó de halagarla y á su vez arqueó las cejas y e
otra se entendían de palabra, pero por signos y ademanes, con ojos airados y acentos iracundos, se maltrataban y perseguían á todas horas, s
iscurso, halagador y mimoso, contóle que Silvia era ?un demonio francés? disfrazado de se?ora; que sus labios tenían un carmín venenoso para los besos, y sus caricias un hechizo fatal para los ni?os... Medroso el nene huyó con espanto de mademoiselle; y la serv
icoso espíritu de su adorada ni?a, y entre dientes llegó á llamar á Silvia co-co-te, cuando la francesa le da
a ni?a, agotada ya la paciencia, se presentó á su padr
o. Si ella no sale de esta casa en
liente la expresión de sus ojos, que Jaim
ntara. No supo ella, ni le importaba gran cosa, si su padre seguía cultivando el trato de la vencida demoiselle, ó de otra tal; pero por la solicitud
y dinero, que tiran el oro debajo de sus placeres y hunden las plantas en el blando camino de su ruina, con la más admirable indifere
el patrimonio, consistente en cafetales y vegas de tabaco, allá en la fecunda tierra nativa; pero las rentas copiosas de aquellas posesiones llegaban
una sonrisa no exenta de severidad. Y Alcántara, de cera entre las manos de su hija y decidido á ser la Providencia de sus antojos, se puso entonces á escribir cartas, hacer cuentas y dictar órdenes, ejercitando sus derechos como se?or abs
o de placeres ni agitación de pasiones, sometido al influjo bienhechor de sus ni?os, que tan dulcemente le habían echado al cuello la santa cadena de olvidados amores y deberes. Per
useos, los palacios históricos, y cuantos lugares le inspiraban curiosidad por haberlos ya conocido en las novelas. Vió lo que puede ver en París una mujer aprendedora y honesta, hizo milagros de brujería sobre la movible cara mundial de la villa luminosa, adivi
?Vámonos
través de los ojos de su hija, emprendió Jaime sonriente la ruta que
ta á los deseos ardientes de la muchacha, y ella, haciendo con mucho donaire de mad
arquín, sin asombrarse de cosa alguna como buena monta?es
an salido: llevados adelante por el mundo bajo el he
su ambicioso hartazgo de lecturas. Poblada la memoria de ideas y de imágenes en confuso vértigo; exaltada la fantasía; lleno
uy espa?ol, el viaje debido á las glorias y hermosuras de s
a excursión de novios ricos. La reina del Adriático, puesta entre el cielo y el mar con desprecio de la tierra, tenía para Regina un semblante amigo; cruzó sin extra?eza sus silenci
Fuego, de Gabriel d'Annunzio, y el ce?o adusto de Ricardo Wagner llorando sus amores á compás de la música de Tristán é Iseo. Todas las sombras insignes que poblaban la vieja Se?oría, inclinár
Roma, erraban los suspiros del Dante, que desterrado de Florencia bebió en la silvestre soledad inspiración para las páginas inmortales de su Infierno. Buscó Regina devotamente la silencio
nto á la férvida evocación de la ni?a perseguidora de ecos y de espíritus; y un aro
oplo de sabiduría; la rubia cabecita inquieta y febril se irguió con petulancia imperiosa entre monumentos et
e allí los mármoles de Carrara, lanzando sus crestas audaces al cielo intensamente azul, como bravía cantera de estatuas y palacios vírgenes aún no labrados por la gubia y el cincel... Deleitoso paseo por el valle del Arno, volviendo siempre la cabeza hacia el marmóreo monte que el sol inflama con sangrientas luces; al Sur de la dorada maravilla la solitaria torre de a?eja mención en la li
dad con tan egregios nombres; tácitas pruebas que á sí misma se ofrece de que todo lo sabe y todo lo comprende. Sus
an las vivas realidades; quiero calentar mis manos en la hervorosa lava del Ves
. Después, ya en lo alto de la trágica monta?a, entre el cielo y el cráter, se divierte contemplando las sangrientas pulseras de cuen
r Galileo leyó en los mundos siderales, y gustar en Florencia, patria de tantos artistas próceres
mucho respeto, ya que data nada menos que de
con desde?o, asegurando que el misterioso túnel corre por debajo del mar hasta la Elida, hasta el sitio dond
mpre, perdiéndose en las arenas con secreto de amor... ?Qué preciosa leyenda!... ?Amar como los dioses y como las aguas, e
os tesoros del arte y de la historia la causan un tedio y una fatiga que no se atreve á confesar. Atenta sólo á las superficies doradas de las cosas, no
y de muerte, estupendos lances de pasión heroica, memorias perdurables prendidas en dramáticos jirones en los sombríos abetos de la Selva Negra. Ríos y afluentes que bajan tranquilos entre praderas lozanas para dar nombre á ris
Sigfredo mató al monstruo que robara á la hija de Auderico... Más lejos, la monta?a de la Nube, con la historia sangrienta de la esposa infiel, y entre visiones de sílfides y gnomos, surge
manera de decoraciones peregrinas; y en la inquietud de las ondas, en las penumbras del paisaje, flota la tradición, viven y sienten las i
No es cierto que me haya metido monja... No creí en tu mu
cia la ribera sus brazos y dilata
rometida. Rolando la espera para
erios y definitivos. Impresionable y golosa, quisiera un pla
das de las monta?as y la ondulación de las praderas; que acosan las ciudades, los pueblos, las caba?as; invaden los caminos, p
sus labios ?de fresa? buscan el fruto que tanto se les
eclipsan en la sabrosa realidad