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El ronroneo del motor era como un coro de ángeles, la vibración del vehículo que se transmitía a su cuerpo era el mejor masaje que podía desear, las luces bordeando la ruta eran como destellos que le indicaban su destino, la gente gritando por fuera del automóvil eran como el canto del viento en otoño. Todo en conjunto era la mejor sensación para Rebecca Smith. Cuando ella le daba el contacto a su bebé, el mundo adquiría un nuevo sentido para ella y todo se resumía al camino que iba a recorrer. A la nueva carrera que iba a ganar.
Conocida como «Mistery[1]», Rebecca Smith era la mejor conductora de carreras ilegales en todo Nueva York, nadie la superaba, nadie la vencía y nadie la conocía. Como su apodo decía, ella era un misterio para todos. Simplemente llegaba a la carrera pocos minutos antes, no se bajaba de su Ford Mustang Shelby GT 500 del '67 negro con líneas blancas y vidrios tintados, esperaba hasta la señal y luego, simplemente, ganaba la carrera.
¿Cómo se enteraba de las carreras? Nadie sabía. ¿Quién era? Era un misterio. ¿Alguien podría alguna vez ganarle? Ha, imposible. ¿Algún día le verían la cara? Antes se congelaría el infierno.
Mistery era una leyenda entre las carreras y su reinado llevaba ya cinco años. Había ganado cada carrera en la que se había presentado sin problemas. Jamás había aparecido alguien que pudiera hacerle la competencia. Los demás soñaban con algún día estrechar la mano del mejor corredor de todos los tiempos, pero eso jamás pasaría. Mistery no dejaba que nadie se le acercara y no iba a permitir que nadie le delatara frente a todos, porque todo el respeto que le tenían como corredor, se perdería al enterarse de que Mistery era nada más y nada menos que una mujer.
Becca lo sabía bien, el mundo en el que ella se desenvolvía, el de las carreras nocturnas, era extremadamente machista. Ella estaba sola, oculta en su bebé y nadie la sacaría de ahí hasta que la derrotaran y eso, sencillamente, no iba a pasar nunca.
La muchacha que se denigraba hasta la categoría de puta caminó contoneándose de lado a lado mientras avanzaba para ponerse al alcance visual de los dos autos en competición. Si se quiebra un poco más al caminar, terminará usando muletas, pensó Becca, con sus manos aferrando el volante con fuerza. A ella le importaba una verdadera mierda quien fuera o como caminara la muchacha que daría la partida a la carrera, a ella lo único que le importaba era sumar una nueva victoria a su, ya de por sí, larga lista de carreras ganadas.
La muchacha bajó con fuerza el pañuelo rojo de por encima de su cabeza hasta su rodilla y los dos motores rugieron. Becca no estaba preocupada ni nerviosa, sólo ansiosa. Competía contra un novato que había osado a desafiarle. Ya vería el insolente, lo había visto cuando había llegado a la calle de la carrera. Un tipo de no más de veintitrés años, —con suerte— cabellos rubios desordenados y cortos, arremolinados sobre la cima de su cabeza simulando un mohicano. Vestía todo de negro y se apoyaba en su Chevrolet Camaro rojo intenso como si fuese el rey del mundo. Ya le bajaría ella los humos al niñato. No importaba que tuvieran casi la misma edad, el tipo tenía mucho que aprender de un verdadero corredor.
Aceleró a fondo y en la primera curva no se molestó ni en bajar una marcha, simplemente derrapó aprovechándose de su velocidad y dejando al niñato atrás. Miró por el espejo retrovisor y sonrió con burla; ni se podía ver el Chevrolet Camaro atrás. Becca se relajó y tomó con más cuidado las siguientes curvas. Ni siquiera llevó al máximo a su bebé hasta que de pronto vio al vehículo rojo como las llamas del infierno pasar por el lado.