Revelaba unas fotos en mi cuarto oscuro cuando la escuché llegar. Apresurado dejé lo que estaba haciendo y salí a verla. Quedé esperando su saludo de todos los días: un beso simple, pero lleno de amor, que nos hemos dado desde que nos casamos. De su rostro cálido y tierno no quedaba nada, solo he recibido muestras de cansancio y la ausencia de esa sonrisa que diariamente me enamoraba.
Convencido de que algo malo le estaba pasando le pregunté: «¿Estás molesta?». Solo respondió que estaba cansada. Las actividades que le tocaba cumplir en la oficina la tenían estresada: «Era obvio que mentía», pensé. En tantos años juntos, viviendo como pareja, nunca permitimos que los problemas afectaran nuestra relación. Al llegar a nuestro hogar, todas aquellas malas energías eran canalizadas hasta un lugar remoto, lejos muy lejos de nuestra casa, dispuestos a jamás permitir que las eventualidades que pudieran ocasionarse en el trabajo, afectaran el núcleo familiar.
No quise indagar más sobre su actitud, preferí, a modo de cambiar su ánimo, prepararle los Panqueques que, bañados en miel, eran la propuesta más apetecida por ella para cenar. Sin embargo, su actitud no mejoró en nada: tomó solo un sorbo de jugo de naranja. El desplante hacia mi atención, me dejó más preocupado que molesto; por más fuerte que hubieran sido nuestras discusiones, nunca me había despreciado los Panqueques. Comencé a desconfiar de la mujer que por un breve momento tuve de frente, y después sin decir una sola palabra, salió de la cocina.
Solo Dios es testigo de toda la paciencia que había acumulado hasta el momento, pero no fui capaz de aguantar tanta indiferencia de su parte y tuve que preguntarle el porqué del rechazo a mi gesto de cortesía. Recostada sobre la cabecera de la cama mirando la televisión sin decidirse por ningún canal, simplemente dijo que no tenía hambre y que solo deseaba que ese maldito dolor de cabeza se le quitara. ¿¡Eva Maldiciendo!? ¿Cómo podría ser esto posible en un ser tan hermoso como ella? Sin importar que tan cuestionable podría ser esta escena, mantuve firme mi decisión de no volver a preguntarle nada. La verdad me daba miedo que su respuesta fuera mucho más dolorosa que su silencio. De tantas razones que pudieran existir para su cambio de actitud, sin duda la que más me afectaría, es que me dijera que había dejado de quererme; me desplomé emocionalmente, de solo pensarlo.
El reloj de pared frente a la cama indicaba la hora de mi acostumbrado baño antes de irme a dormir. Abrí la regadera. Siempre esperaba que el agua por lo menos llegara hasta la mitad de la bañera para meterme. Mientras esto pasaba, dediqué mi tiempo a remover los pocos vellos que invadía mi barbilla (la lucha capilar constante con lentos resultados positivos, logró reducir significativamente el tiempo que dedicaba a esta desagradable tarea, haciéndola un poco más soportable), y pensar cuál sería la razón del cambio radical del comportamiento de mi Eva. Cualquiera que fuera, sin duda, yo era el culpable; ella era mucho más que perfecta. ¿Qué se estaría formando en su mente y que tan oscuro podría ser como para que lo reflejara en su rostro? Culminar el ultimo arrastre de la hojilla me recordó que era tiempo de cerrar la regadera. Al zambullirme, sentí la calidez del agua en mi piel y solo tuve el deseo de dejarme llevar, al menos, por la tranquilidad y la paz que sentí en ese momento; alejarme totalmente de las preocupaciones de esa noche. Pude cerrar mis ojos y fue inevitable quedarme completamente dormido.
Viernes, 20 de mayo de 1994.
—¡Eva...! ¡Eva!
—¿Qué quieres Eduardo?
—Darte esta rosa. No tiene espinas. Se parece tanto a ti: además de hermosa, es incapaz de hacer daño. La señora Edelmira moriría si sabe que fui yo quien le arrancó la única rosa de su jardín, pero tú vales mi primer caso vandálico. —Ambos reímos.
—La señora Edelmira morirá al no ver su rosa. Pero gracias por el detalle y ensuciar tu hoja de vida por mí —contestó.
—Por ti haría cualquier cosa —exprese—. Eva sonrió. Más que sentirse halagada, demostró una breve vergüenza por mis palabras.
Justo cuando estaba seguro de declararle mis sentimientos, de la nada igual que un fantasma apareció Ignacio. Su arrogancia era tan indignante, sin embargo, el motivo principal para detestarlo era el interés que demostraba por Eva. Ella con total inocencia se anclaba a nosotros de un brazo para seguir hasta el salón. Durante el transcurso no perdíamos la oportunidad de intercambiar miradas que, por suerte no tenían el poder de materializarse, de lo contrario, corríamos el riesgo de causarnos heridas graves. A su lado, aparentábamos ser los mejores amigos, esperando que tomara la decisión de ser novia de alguno de los dos. Lo más absurdo de esta situación es que ella desconocía mis verdaderos sentimientos. Mis inseguridades depositaban en mi corazón una frágil esperanza, esperando que Eva tuviera la iniciativa de pedirme que fuéramos novios, y yo, del todo sorprendido, le respondería que sí a su petición sin dudarlo. Lástima que Ignacio con sus actos golpeaba diariamente mi fantástica fantasía y era obvio que dentro de poco tiempo moriría, al igual que mis ilusiones.
Siempre creí más afortunado a Ignacio con respecto al sentimiento que Eva sentía por ambos, tenía que aceptar que me llevaba una gran ventaja; él no perdía oportunidad de demostrarle lo que sentía por ella; en cambio, mi historia con aquella niña era un sinfín de episodios cargados de frustraciones. Inclusive, la suerte tenía un especial gusto por mi ex amigo... Les cuento: