La noche en la Ciudad de México caía pesada, como un presagio.
Mi padre, un líder comunitario respetado por todos, había sido arrestado bajo absurdas acusaciones de malversación.
Sabía que detrás de todo estaba Ricardo Vargas, un hombre poderoso y manipulador que tenía nuestro destino en sus manos.
Desesperada, acudí a él, implorándole ayuda.
Pero Ricardo, con una sonrisa fría que nunca llegó a sus ojos, me exigió algo a cambio: "Arrodíllate", dijo, y la humillación me quemó el alma.
Me obligó a someterme, a entregarle mi cuerpo y mi dignidad a cambio de una esperanza para mi padre.
Cuando mi viejo amigo Diego apareció con una impactante revelación, mi mundo se puso de cabeza.
"Esa carta... es falsa", me aseguró, mostrando pruebas irrefutables.