Había estado casada con Kendell Lesters, un empresario multimillonario, de carácter fuerte, dominante, con un físico de infarto y la presencia imponente de un hombre que siempre conseguía lo que quería. O al menos, lo intentaba. Porque conmigo, no todo le salió como esperaba.
Mi nombre es Ana Lombardo: esposa, amiga, hermana y empresaria. Me casé muy enamorada de Kendell, y él, o eso creí ingenuamente, también lo estaba de mí. Al principio, lo creí todo. Sus miradas intensas, sus promesas susurradas, la forma en que me tomaba la mano en público como si quisiera que el mundo supiera que yo le pertenecía.
Pero todo era mentira.
Nuestro matrimonio nunca se consumó. Cinco años juntos y ni una sola noche como marido y mujer. Yo, que había soñado con su piel sobre la mía, con perderme entre sus brazos, terminé siendo la esposa decorativa que él exhibía como un trofeo. Una fachada perfecta para la sociedad, pero vacía por dentro.
Hasta hace un día.
Él llegó a casa, visiblemente molesto. Había bebido, lo noté en su mirada enturbiada, en la leve torpeza de sus movimientos al quitarse la chaqueta. Su camisa estaba desabotonada hasta la mitad, revelando la piel bronceada de su pecho, y su cabello, siempre prolijo, lucía desordenado, como si hubiera pasado las manos por él con frustración.
Intenté ignorarlo, fingir que no lo veía, que ya no me importaba. Pero entonces, lo hizo.
Me besó. Con hambre. Con rabia. Con ansias acumuladas durante cinco años. Y yo, como una tonta, me rendí.
Me odié por ello.
Se lo di todo.
En la mañana, cuando desperté, él ya no estaba. Se había marchado, dejando en la cama solo el eco de lo que había sido una noche que nunca debió suceder. Y yo... simplemente me prometí no volver a caer.
Ahora, mientras desayunaba, estaba decidida a terminar con todo. Tenía los documentos de divorcio listos, y con ellos, la voluntad férrea de arrancarlo de mi vida.
Pero entonces, él entró.
La puerta principal se cerró con fuerza tras él, resonando por toda la casa. El eco de sus pasos retumbó sobre el mármol, firmes, dominantes, como si todavía tuviera derecho a llenar el espacio con su presencia. Su traje oscuro estaba impecable, a pesar del leve desajuste de la corbata que indicaba que no había dormido bien. Su mirada gris estaba más fría que nunca, pero yo ya no temía ese hielo.
No levanté la vista. Me llevé la tostada a la boca, mordí con lentitud y masticé con calma, fingiendo que su presencia no alteraba en absoluto mi rutina. No iba a darle el poder de desestabilizarme.
-Necesitamos hablar -espetó, su voz grave, autoritaria.
Ni siquiera parpadeé. Tomé la servilleta de lino, limpié la comisura de mis labios con una parsimonia deliberada y finalmente lo miré con fingido desinterés.
-Tendrás que esperar a que termine de desayunar -dije, con voz pausada, casi aburrida-. Sabes que no puedo saltarme mis comidas. Oh, cierto... no sabes -rematé con sarcasmo, rodando los ojos con desdén.
Vi cómo su mandíbula se tensaba. Su gesto se endureció, pero no dijo nada. En cambio, sacó un sobre manila de su portafolio y lo arrojó sobre la mesa con un movimiento brusco.
-No puedo esperar que termines con tus caprichos. Necesito que firmes esto.
Su voz era cortante, casi impaciente. Como si le molestara tener que estar allí.
Bajé la mirada hacia el sobre y lo tomé con calma, saboreando la leve irritación en su expresión. Me tomé mi tiempo para abrirlo. Al desdoblar la primera hoja, mi estómago se contrajo.
Solicitud de divorcio.
Por un breve segundo, todo se detuvo. Mi corazón latió con fuerza, pero mi rostro no lo delató. No iba a concederle ni una sola muestra de debilidad.
Respiré hondo, fingiendo indiferencia, y le dediqué una sonrisa burlona.
-¿Puedo saber qué te llevó a tomar esta decisión? -pregunté con voz neutral, como si no me importara en absoluto.