El último giro de la llave resonó en el silencio de la noche. Yia exhaló despacio, intentando espantar el cansancio acumulado en su cuerpo. Se acomodó el bolso al hombro y echó un vistazo a la hora en la pantalla de su celular: pasadas las 12:00 a.m. Su jefa, Ana, le había pedido que cerrara el café esa noche, alegando que tenía un compromiso urgente. A Yia no le quedó más opción que aceptar, a pesar de que necesitaba estudiar para el examen del día siguiente.
"Todo sea por mantener el trabajo", pensó, soltando un suspiro.
Las calles estaban desiertas, sumergidas en una oscuridad silenciosa que solo era interrumpida por el tenue resplandor de las farolas. No era la primera vez que caminaba sola a esas horas, pero eso no lo hacía menos aterrador. Instintivamente, apresuró el paso, abrazándose a sí misma para combatir el frío que erizaba su piel.
"Por no llevarme un suéter..." se reprochó en voz baja, mientras sentía el viento colarse por las mangas cortas de su blusa.
De repente, el sonido agudo de su celular rompió la calma. Yia lo sacó rápidamente del bolsillo y miró la pantalla: era Jenny, su mejor amiga. Un atisbo de alivio se asomó en su expresión. Deslizó el dedo por la pantalla para contestar, pero antes de que pudiera llevarse el teléfono a la oreja, algo la sujetó bruscamente por la cintura.
Unos brazos fuertes la envolvieron como grilletes de hierro y, antes de que pudiera gritar, una mano callosa cubrió su boca. Su celular resbaló de sus dedos y cayó al pavimento, donde su pantalla seguía iluminada, mostrando el nombre de Jenny.
Yia forcejeó con desesperación. Pateó, arañó y trató de morder la mano que sellaba sus labios, pero los hombres que la atacaban eran más fuertes. La arrastraron hacia un auto negro estacionado a unos metros, sus voces roncas mezclándose con el caos en su mente.
-¡Deja de moverte, maldita perra!-gruñó uno de ellos, frustrado.
-No la golpees -protestó el otro, intentando contener a su compañero-. Madame se va a enojar si la entregamos así. Sabes que no le gusta que toquen la mercancía.
"¿La mercancía?"
Yia sintió que el corazón se le encogía en el pecho. Su mente bullía con pensamientos caóticos. No entendía quiénes eran esos hombres ni qué querían, pero la palabra "mercancía" resonó en su cabeza con un eco aterrador. Luchó con más fuerza, negándose a rendirse.
"No... no así..." pensó.