La noche de mi boda, el aire olía a flores y a fiesta, pero la casa de pronto se sumió en un silencio pesado que se sentía más ruidoso que cualquier canción. Mi flamante esposo, Marco, el hombre con el que me había casado esa tarde, no estaba a mi lado. Estaba jugándose nuestro futuro, y mi dote familiar -los ahorros de toda la vida de mis padres- en una partida de póker clandestina organizada por su supuesto "mejor amigo" , Ricardo. El sol asomaba tímidamente cuando Marco, con el traje arrugado y el alma rota, finalmente apareció, arrodillado en el pasillo, sin atreverse a mirarme a los ojos. No sentí lástima, no sentí rabia; solo un inmenso vacío al ver que lo había perdido todo. Marco era un idiota, un estúpido, que había caído en la trampa de un profesional del engaño, de un estafador. Pero la Isabella que se casó con ese hombre ya no existía. Forjada en la traición y el fuego de esa misma noche, una nueva fuerza, dura y fría, crecía dentro de mí. Con mi voz tranquila, demasiado tranquila, le entregué a Marco los títulos de propiedad de mi abuela y le dije: "Llama a tu amigo Ricardo. Dile que quiero jugar."
La noche de mi boda, el aire olía a flores y a fiesta, pero la casa de pronto se sumió en un silencio pesado que se sentía más ruidoso que cualquier canción.
Mi flamante esposo, Marco, el hombre con el que me había casado esa tarde, no estaba a mi lado.
Estaba jugándose nuestro futuro, y mi dote familiar -los ahorros de toda la vida de mis padres- en una partida de póker clandestina organizada por su supuesto "mejor amigo" , Ricardo.
El sol asomaba tímidamente cuando Marco, con el traje arrugado y el alma rota, finalmente apareció, arrodillado en el pasillo, sin atreverse a mirarme a los ojos.
No sentí lástima, no sentí rabia; solo un inmenso vacío al ver que lo había perdido todo.
Marco era un idiota, un estúpido, que había caído en la trampa de un profesional del engaño, de un estafador.
Pero la Isabella que se casó con ese hombre ya no existía.
Forjada en la traición y el fuego de esa misma noche, una nueva fuerza, dura y fría, crecía dentro de mí.
Con mi voz tranquila, demasiado tranquila, le entregué a Marco los títulos de propiedad de mi abuela y le dije:
"Llama a tu amigo Ricardo. Dile que quiero jugar."
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