Ojos Robados, Corazón Roto

Ojos Robados, Corazón Roto

Gavin

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Capítulo

Corrí por los pasillos estériles del hospital, con el corazón desbocado. Después de semanas de oscuridad, Ricardo, el amor de mi vida, por fin había despertado. Al llegar a su puerta, grité su nombre, las lágrimas de felicidad nublando mi vista. Pero en la habitación, junto a mi prometido, estaba Isabel, la hija de una de las familias más ricas de la ciudad, con una sonrisa de triunfo. «¿Quién eres tú?», me soltó Ricardo, con una voz helada que no reconocí. Luego de 15 años juntos, me miraba con mis propios ojos, los ojos que le doné para que pudiera volver a ver. «Mi prometida está aquí, aléjate», añadió, y mi mundo se vino abajo. Isabel, con falsa compasión, me dijo: «Sé que siempre te ha gustado Ricardo, pero eres solo una sirvienta de nuestra casa. Por favor, no lo molestes». «¿Sirvienta?», susurré, confundida. Su madre, con una risa cruel, sentenció: «Mi hijo jamás se comprometería con alguien como tú. Isabel es su prometida, ella le donó las córneas». La hermana de Ricardo añadió: «Eres una trepadora. Pensaste que con el accidente podrías aprovecharte. La gente como tú siempre tiene su lugar. Y el tuyo no es aquí». La humillación me quemaba. Me habían robado a mi hombre, mi sacrificio, mi identidad. «¡No! ¡Eso es mentira! ¡Yo le doné mis ojos! ¡Ricardo, tienes que recordarme!», grité. Pero su madre ordenó a seguridad que me sacaran al grito de: «¡Vuelve a la mansión ahora mismo! ¡Tienes que preparar la cena! ¡Es lo único para lo que sirves!». Él solo me miró con indiferencia mientras me arrastraban fuera, rompiéndome el corazón. Atrapada en esa mansión, me obligaron a cocinar para los que me habían destruido. Un día, Isabel derramó té caliente sobre mí y Laura, su hermana, me empujó contra la estufa. Yo, con la piel ardiendo, susurré: «Por favor, necesito algo para la quemadura». Laura se rio: «Deberías estar agradecida de tener un techo. Limpia ese desastre. Ricardo tiene hambre». «Por favor, solo déjame hablar con él. Él me escuchará», supliqué. Entonces, Laura me empujó de nuevo, y mi mano chocó con la olla caliente. «¡Ya basta!», gritó una voz, era Ricardo, con el ceño fruncido. Isabel y Laura mintieron, diciendo que me había quemado sola y que estaba obsesionada. Él se acercó y, sin dudarlo, me soltó: «No sé quién eres, pero ya me cansé de tus mentiras y tu escándalo. Isabel es la mujer que amo. Tú no eres nadie». Me agarró el brazo herido. «No vuelvas a molestar a mi familia». Me soltó con un empujón. El hombre que me prometió amor eterno, me trataba como basura. Ese día, mientras limpiaba, vi cómo desenterraban los cactus, el símbolo de nuestro amor. «¡No! ¡Deténganse! ¡Son míos!», grité, defendiéndolos. Isabel se burló: «Nada en esta casa es tuyo. Eres una empleada. Quítate o te despido». Ricardo apareció y, con rabia, empezó a arrancar los cactus con sus propias manos. Me lanzó uno, las espinas se incrustaron en mi brazo. «¡No quiero volver a ver tu cara en esta casa!», me gritó. «Lárgate. Estás despedida», sentenció Isabel. Me arrojaron mis cosas a la calle. Me quedé allí, en la acera, arrodillada, mi vida reducida a cenizas y espinas. ¿Cómo pude perderlo todo por la amnesia de él y la malicia de ellos? Debería haber muerto en ese terremoto. Un día mi esposo me amó, me adoró, y al día siguiente me golpeó y me echó a la calle. Me encontró Eduardo, el primo de Ricardo. Me miró con compasión, curó mis heridas. «Cásate conmigo», me dijo. «Te protegeré. Nadie volverá a lastimarte». Asentí, sin entender aún por qué. Pero esa noche, Ricardo encontró algo que podría cambiarlo todo: un viejo álbum lleno de fotos nuestras.

Introducción

Corrí por los pasillos estériles del hospital, con el corazón desbocado.

Después de semanas de oscuridad, Ricardo, el amor de mi vida, por fin había despertado.

Al llegar a su puerta, grité su nombre, las lágrimas de felicidad nublando mi vista.

Pero en la habitación, junto a mi prometido, estaba Isabel, la hija de una de las familias más ricas de la ciudad, con una sonrisa de triunfo.

«¿Quién eres tú?», me soltó Ricardo, con una voz helada que no reconocí.

Luego de 15 años juntos, me miraba con mis propios ojos, los ojos que le doné para que pudiera volver a ver.

«Mi prometida está aquí, aléjate», añadió, y mi mundo se vino abajo.

Isabel, con falsa compasión, me dijo: «Sé que siempre te ha gustado Ricardo, pero eres solo una sirvienta de nuestra casa. Por favor, no lo molestes».

«¿Sirvienta?», susurré, confundida.

Su madre, con una risa cruel, sentenció: «Mi hijo jamás se comprometería con alguien como tú. Isabel es su prometida, ella le donó las córneas».

La hermana de Ricardo añadió: «Eres una trepadora. Pensaste que con el accidente podrías aprovecharte. La gente como tú siempre tiene su lugar. Y el tuyo no es aquí».

La humillación me quemaba. Me habían robado a mi hombre, mi sacrificio, mi identidad.

«¡No! ¡Eso es mentira! ¡Yo le doné mis ojos! ¡Ricardo, tienes que recordarme!», grité.

Pero su madre ordenó a seguridad que me sacaran al grito de: «¡Vuelve a la mansión ahora mismo! ¡Tienes que preparar la cena! ¡Es lo único para lo que sirves!».

Él solo me miró con indiferencia mientras me arrastraban fuera, rompiéndome el corazón.

Atrapada en esa mansión, me obligaron a cocinar para los que me habían destruido.

Un día, Isabel derramó té caliente sobre mí y Laura, su hermana, me empujó contra la estufa.

Yo, con la piel ardiendo, susurré: «Por favor, necesito algo para la quemadura».

Laura se rio: «Deberías estar agradecida de tener un techo. Limpia ese desastre. Ricardo tiene hambre».

«Por favor, solo déjame hablar con él. Él me escuchará», supliqué.

Entonces, Laura me empujó de nuevo, y mi mano chocó con la olla caliente.

«¡Ya basta!», gritó una voz, era Ricardo, con el ceño fruncido.

Isabel y Laura mintieron, diciendo que me había quemado sola y que estaba obsesionada.

Él se acercó y, sin dudarlo, me soltó: «No sé quién eres, pero ya me cansé de tus mentiras y tu escándalo. Isabel es la mujer que amo. Tú no eres nadie».

Me agarró el brazo herido.

«No vuelvas a molestar a mi familia».

Me soltó con un empujón.

El hombre que me prometió amor eterno, me trataba como basura.

Ese día, mientras limpiaba, vi cómo desenterraban los cactus, el símbolo de nuestro amor.

«¡No! ¡Deténganse! ¡Son míos!», grité, defendiéndolos.

Isabel se burló: «Nada en esta casa es tuyo. Eres una empleada. Quítate o te despido».

Ricardo apareció y, con rabia, empezó a arrancar los cactus con sus propias manos.

Me lanzó uno, las espinas se incrustaron en mi brazo.

«¡No quiero volver a ver tu cara en esta casa!», me gritó.

«Lárgate. Estás despedida», sentenció Isabel.

Me arrojaron mis cosas a la calle. Me quedé allí, en la acera, arrodillada, mi vida reducida a cenizas y espinas.

¿Cómo pude perderlo todo por la amnesia de él y la malicia de ellos?

Debería haber muerto en ese terremoto.

Un día mi esposo me amó, me adoró, y al día siguiente me golpeó y me echó a la calle.

Me encontró Eduardo, el primo de Ricardo. Me miró con compasión, curó mis heridas.

«Cásate conmigo», me dijo. «Te protegeré. Nadie volverá a lastimarte».

Asentí, sin entender aún por qué.

Pero esa noche, Ricardo encontró algo que podría cambiarlo todo: un viejo álbum lleno de fotos nuestras.

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