El aire del salón de banquetes se sentía pesado, cargado de promesas y el perfume que usaba Ricardo, mi esposo, el chef estrella. Todo estaba a punto de desmoronarse, igual que en mi vida pasada. Él había desviado toda la comida, todo el personal, meses de esfuerzo, para un platillo especial para su "alma gemela", Valeria Ríos. "Está enferma, Sofía, no lo entiendes. Necesita esto", me había dicho antes de que todo explotara. En esa otra vida, corrí como una loca, humillándome, vendiendo mis joyas, sacrificando todo para salvar su reputación, solo para ser desechada como una cáscara vacía. Morí sola, miserable, mientras ellos celebraban sus triunfos. Pero esta vez, cuando Ricardo entró gritando: "¡Sofía! ¿Dónde diablos estabas? ¡Tienes que arreglarlo!", algo había cambiado en mí. Me agarró del brazo, como siempre, pero el miedo ya no me paralizaba. La mujer que murió en la miseria ya no existía. Lo miré y dije con una calma helada: "¿Arreglarlo yo?" "¡Claro que tú! ¡Siempre lo arreglas todo!", espetó, justificándose con la "emergencia" de Valeria. "Lo siento, Ricardo", mentí, adoptando mi vieja máscara de fragilidad. "Pero... no me siento bien. Estoy mareada". Me soltó, llamándome "¡Inútil!". Los murmullos de los invitados alrededor, que antes me mortificaban, ahora sonaban a música. En ese momento, Don Armando Vargas, el crítico gastronómico, se desplomó. Y supe exactamente lo que tenía que hacer. Mi abuela siempre dijo: "Cada planta tiene su propósito". Esta vez, no iba a mover un solo dedo por él. Iba a construir mi propio camino sobre sus ruinas.
El aire del salón de banquetes se sentía pesado, cargado de promesas y el perfume que usaba Ricardo, mi esposo, el chef estrella.
Todo estaba a punto de desmoronarse, igual que en mi vida pasada. Él había desviado toda la comida, todo el personal, meses de esfuerzo, para un platillo especial para su "alma gemela", Valeria Ríos.
"Está enferma, Sofía, no lo entiendes. Necesita esto", me había dicho antes de que todo explotara.
En esa otra vida, corrí como una loca, humillándome, vendiendo mis joyas, sacrificando todo para salvar su reputación, solo para ser desechada como una cáscara vacía.
Morí sola, miserable, mientras ellos celebraban sus triunfos.
Pero esta vez, cuando Ricardo entró gritando: "¡Sofía! ¿Dónde diablos estabas? ¡Tienes que arreglarlo!", algo había cambiado en mí.
Me agarró del brazo, como siempre, pero el miedo ya no me paralizaba. La mujer que murió en la miseria ya no existía.
Lo miré y dije con una calma helada: "¿Arreglarlo yo?"
"¡Claro que tú! ¡Siempre lo arreglas todo!", espetó, justificándose con la "emergencia" de Valeria.
"Lo siento, Ricardo", mentí, adoptando mi vieja máscara de fragilidad. "Pero... no me siento bien. Estoy mareada".
Me soltó, llamándome "¡Inútil!".
Los murmullos de los invitados alrededor, que antes me mortificaban, ahora sonaban a música.
En ese momento, Don Armando Vargas, el crítico gastronómico, se desplomó.
Y supe exactamente lo que tenía que hacer.
Mi abuela siempre dijo: "Cada planta tiene su propósito".
Esta vez, no iba a mover un solo dedo por él. Iba a construir mi propio camino sobre sus ruinas.
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