Moribunda en un catre, en un rancho olvidado, lo último que vi fue la sonrisa de mi hermano adoptivo, Miguel, en una revista. A su lado, en páginas de sociedad, Catalina, su hermana, radiante con mis padres en su fiesta de debut. Ellos vivían la vida que me robaron, mientras yo trabajaba hasta la extenuación, enferma y sola. Veinte años habían pasado desde que me abandonaron; Miguel me cambió por un magnate, yo terminé en la miseria. El llanto arrepentido de mis padres, cuando me encontraron por fin, fue el sonido que me acompañó a la oscuridad. Desperté con un grito. "¡No entienden! ¡Aquí no tenemos futuro!" era la voz de Miguel, la misma discusión que inició mi infierno. Me miró con una codicia impaciente y dijo: "Sofía, diles tú. Juntos encontraremos una vida mejor, te lo prometo". En mi vida anterior, seguí su promesa, confié en él, pero esta vez, solo sentí un asco profundo. Miguel recordaba el destino, pero no el precio que yo pagué. Mi madre me preguntó: "¿Mija, estás bien? Estás pálida". La miré, miré a mi padre, y el aire de mi juventud llenó mis pulmones, pero mi alma era vieja y cansada de ser víctima. "No voy a ninguna parte, Miguel", mi voz sonó extraña, firme. Avanzando, lo miré a los ojos y repetí: "Dije que no voy a ninguna parte contigo". Entonces, abracé las piernas de mi madre y solté un grito desgarrador. "¡Mamá! ¡Papá! ¡Miguel me da miedo! ¡Dice que si no me escapo con él, me va a hacer daño! ¡No dejen que me lleve!" El silencio fue absoluto. "Miguel, ¿qué significa esto?", preguntó mi padre, su voz como trueno bajo. "¡No! ¡Yo no dije eso! ¡Está mintiendo!", tartamudeó él. Pero yo temblaba visiblemente, aferrada a mi madre. Había ganado la primera batalla. La guerra apenas comenzaba, y esta vez, la historia sería escrita por mí.
Moribunda en un catre, en un rancho olvidado, lo último que vi fue la sonrisa de mi hermano adoptivo, Miguel, en una revista.
A su lado, en páginas de sociedad, Catalina, su hermana, radiante con mis padres en su fiesta de debut.
Ellos vivían la vida que me robaron, mientras yo trabajaba hasta la extenuación, enferma y sola.
Veinte años habían pasado desde que me abandonaron; Miguel me cambió por un magnate, yo terminé en la miseria.
El llanto arrepentido de mis padres, cuando me encontraron por fin, fue el sonido que me acompañó a la oscuridad.
Desperté con un grito.
"¡No entienden! ¡Aquí no tenemos futuro!" era la voz de Miguel, la misma discusión que inició mi infierno.
Me miró con una codicia impaciente y dijo: "Sofía, diles tú. Juntos encontraremos una vida mejor, te lo prometo".
En mi vida anterior, seguí su promesa, confié en él, pero esta vez, solo sentí un asco profundo.
Miguel recordaba el destino, pero no el precio que yo pagué.
Mi madre me preguntó: "¿Mija, estás bien? Estás pálida".
La miré, miré a mi padre, y el aire de mi juventud llenó mis pulmones, pero mi alma era vieja y cansada de ser víctima.
"No voy a ninguna parte, Miguel", mi voz sonó extraña, firme.
Avanzando, lo miré a los ojos y repetí: "Dije que no voy a ninguna parte contigo".
Entonces, abracé las piernas de mi madre y solté un grito desgarrador.
"¡Mamá! ¡Papá! ¡Miguel me da miedo! ¡Dice que si no me escapo con él, me va a hacer daño! ¡No dejen que me lleve!"
El silencio fue absoluto.
"Miguel, ¿qué significa esto?", preguntó mi padre, su voz como trueno bajo.
"¡No! ¡Yo no dije eso! ¡Está mintiendo!", tartamudeó él.
Pero yo temblaba visiblemente, aferrada a mi madre.
Había ganado la primera batalla.
La guerra apenas comenzaba, y esta vez, la historia sería escrita por mí.
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