La sexta entrevista del día. Solo un pensamiento retumba en mi cabeza: «Cristina, aguanta, esta es la última oportunidad». Con este ritmo, al caer la tarde me duelen las piernas y el bolso pesa como si estuviera lleno de ladrillos. Pero no importa, necesito este puesto, y volver a vivir con mis parientes no es opción. No dejan de repetir que debo ser independiente. Estudio a distancia, lo que significa que tengo que trabajar.
Decidí presentarme como gestora de atención al cliente. Como dice nuestro profesor, trabajar con clientes es un excelente punto de partida para que los estudiantes adquieran buena experiencia. Pero espero no tener que demostrar la veracidad de esas palabras por mucho tiempo. Estudio Psicología, y el trato con la gente me ayudará a poner en práctica muchos conocimientos teóricos.
En la empresa de nombre estúpido «Huevos de oro» acudí a la entrevista sin muchas esperanzas de que me aceptaran. Con mi experiencia mínima no suelen contratar, y menos aún a una estudiante a distancia a la que tendrán que dejar ir durante las sesiones de examen.
- «Huevos de oro...»- se repetía en mi mente y me daban ganas de reír. De verdad, no entendía qué idiota había inventado semejante nombre.
La secretaria tecleaba como si aquello fuera un ritual ancestral y, al fin, levantó la mirada con total desinterés, como si yo fuera algo que simplemente había llegado y ahora reclamaba su atención.
- Cristina Petrova, Aslán Karimovich la espera - dijo con voz impasible, señalando apenas la puerta, como indicando el acceso a una zona desconocida.
Me arreglo el vestido, respiro hondo y me dirijo al despacho. En todas las entrevistas anteriores me bombardearon a preguntas y espero que esta transcurra sin tropiezos. Entro. A ver si no me humillan antes de echarme.
En el fondo me consolaba pensando que me elegirían. Presentía que así sería. ¿Quién iba a ser el idiota que, voluntariamente, trabajase en una empresa con semejante nombre?
- Buenos días - pronuncio con la mayor calma posible al ver a Aslán Karimovich tras el escritorio.
Él asiente en silencio, indicándome la silla de enfrente. Joven, compuesto y con una mirada tan serena y penetrante que, involuntariamente, me pregunto si no me he puesto la blusa al revés. Venga, Cristina, sin distracciones: ahora no toca pensar en tonterías.
- Siéntese, Cristina - dice con moderación. - Creo que podemos ir al grano; dispongo de poco tiempo.
Asiento y me siento frente a él, apretando con más fuerza el bolso. Bajo su mirada me siento como si estuviera rindiendo un examen, con todos mis nervios al descubierto.
- Bien, cuéntenos sobre su experiencia en atención al cliente - pregunta, aflojándose apenas la corbata, como si entrevistar candidatos fuera su rutina diaria.
- He trabajado como asistente de gerente - comienzo con seguridad. - Principalmente me encargaba de las consultas iniciales, respondía preguntas y asesoraba sobre los productos de la empresa. A veces ayudaba en las reuniones y, cuando surgían casos complejos, los derivaba al departamento correspondiente.
- ¿Y si un cliente está descontento? - precisa, mirándome como evaluando si sabré manejar la situación.
- En esos casos - trato de parecer confiada- procuro escuchar primero y entender el problema. Normalmente, si abordas la situación con empatía y explicas todo con calma, el cliente se relaja. Una vez tuvimos un cliente insatisfecho por un malentendido en un pedido; lo resolvimos rápidamente y acabó enviando incluso una reseña positiva. Lo fundamental es hallar un punto de conexión.
- He visto en su currículum que estudia Psicología - añade, lanzándome una mirada curiosa.
- Así es. La Psicología ayuda mucho en la atención al cliente - respondo, intentando mantener la compostura. - Cuando sabes reconocer lo que siente alguien, te resulta más fácil acercarte a él. Menos estrés y menos miradas de reproche.
- ¿Quiere decir que, así, al instante, capta lo que lleva dentro la otra persona? - se ríe por lo bajo, sin sorna, solo con interés.
- Digamos que es una herramienta adicional - sonrío. - A veces los clientes vienen cargados de preocupaciones y hay que saber detectarlas e, incluso, aliviarlas. O, al menos, no añadirles más peso.
Él asiente, entrecerrando ligeramente los ojos, y parece satisfecho con mi respuesta.
Aslán asiente de nuevo y, por un instante, se queda pensativo. Me da la impresión de que mis respuestas le convencen, pero sé que aún no puedo relajarme. Siento un nudo de tensión y me preparo para cualquier pregunta adicional, como si fuera la siguiente fase de la entrevista.
Empiezo a sentir calor. Tanto que por un momento dudo si no será por la atención de este hombre extraño.
Rozando torpemente el botón superior de la blusa, me quedo paralizada. Siento la sensación de que el cuello me aprieta y me falta el aire. Me esfuerzo por no mostrar mi nerviosismo; no me falta más para parecer una alumna temblando ante un examen.