Tania miró su reloj de muñeca una vez más y luego dirigió su rostro cansado hacia el cielo.
La luna llena se mostraba esplendorosa en el firmamento, como si estuviera cubierta por un velo mágico, pero pesadas nubes de lluvia se acercaban con rapidez, atraídas por una brisa fría que presagiaba tormenta.
Por enésima vez evaluó la calle, ansiosa porque el cuerpo delgado, pero bien constituido de Lucas, el sujeto que trabajaba en la librería que ella frecuentara, apareciera.
Horas antes había recibido un mensaje de texto del hombre, donde le pedía que se encontrara con él en esa parada de bus exactamente a las ocho de la noche.
No recibió más detalles, solo un escueto: «es urgente».
Cuando a ella le nombraban esa palabra se le erizaba la piel. Urgencia era igual a problemas y eso era lo que menos quería en su vida.
Sin embargo, le fue imposible negarle algo a Lucas. Cada vez que él se acercaba, ella sentía que en su interior se desataba un vendaval de emociones.
El simple hecho de pensar en ese sujeto le producía un cosquilleo en su vientre que comenzaba a ser insoportable.
Para Tania, esa debía ser una señal, estaba cansada de vivir sola, de comer sola, de levantarse y encontrar solo a un desgastado y descolorido perro de peluche a su lado.
Ansiaba la cercanía de un cuerpo cálido y fuerte, de unos ojos hipnóticos que nunca dejaran de mirarla con fijeza y de unas manos suaves y curiosas que acaricien con dulzura cada tramo de su piel y de su cabello oscuro y espeso impidiéndole que se alejara.
En resumidas: anhelaba a Lucas.
Por eso no dudó en atender a su llamado, aunque al aceptar aquella cita no imaginó que el lugar del encuentro estaría tan desolado. Ni un alma se hallaba por los alrededores.
Pero ella nunca había sido una cobarde.
No lo fue cuando supo que había sido abandonada por sus padres en las puertas de un orfanato siendo apenas una bebé, ni cuando fue encerrada en habitaciones sin ventanas por las monjas que la cuidaban como castigo por sus esporádicas reacciones prepotentes.
Tampoco lo hizo a sus dieciocho años cuando tomó la decisión de guardar en una maleta sus pocas pertenencias y aventurarse a vivir sola en un pueblo montañoso distante de la ciudad, dándole la espalda a su duro pasado, olvidándose de él.
Ella no era una cobarde, pero esa noche, cinco años después de su independencia, con esa luna llena tan brillante en el cielo y el clima cargado de estática, sentía miedo.
Algo se agitaba dentro de ella. No sabía si era un presentimiento o la ansiedad. Aquella sensación la empujaba a escapar a las carreras de allí, como si intuyera que otro ser se encontraba cerca, al acecho.
Introdujo las manos dentro de los bolsillos de su grueso abrigo para aplacar el frío que la invadía.
—Vamos, Lucas. ¿Dónde demonios estás? —murmuró. La espera comenzaba a exasperarla.
Lucas tenía más de media hora de retraso y, aunque la soledad la agobiaba, no quería marcharse sin verlo.
A los pocos minutos se fijó que a una cuadra de distancia un SUV compacto 4x4, de color negro, cruzó la esquina y se acercó con lentitud.
El corazón comenzó a palpitarle con fuerza y le aumentó el nerviosismo.
El auto se detuvo frente a ella. Por los vidrios polarizados no pudo ver al ocupante, o a los ocupantes, pero ya no tenía opciones.
Si adentro había algún asesino o un secuestrador lo único que podía hacer era encomendar su alma a Dios, pero si era Lucas, más le valía a él encomendar su alma, porque ella estaba muy asustada y él iba a pagar por su retraso y por esa misteriosa llegada.
El vidrio del asiento del copiloto bajó para revelar al sujeto sentado frente al volante. Era un hombre joven de rostro trigueño, muy atractivo, de facciones endurecidas y cabellos muy cortos.
Los hombros y el pecho eran tan anchos y musculosos que lo hacían ver como un fisicoculturista, o tal vez, un soldado de algún comando especial del gobierno.
Él la miró a través de unos ojos negros que desprendían amenazas.
—¿Tania? —preguntó con una voz autoritaria que le trajo a la mente a la iracunda monja que la obligaba a dar lo mejor de sí en las clases de deporte en el orfanato. Algo que jamás pudo lograr, ya que desde pequeña demostró no poseer cualidades para las actividades atléticas—. Soy Carlos, amigo de Lucas —continuó el sujeto—. Estoy aquí para llevarte a tu casa. Lucas no podrá venir al encuentro.
Ella tenía la mirada tan brillante como la luna llena que con lentitud se ocultaba tras nubes de lluvia.
¿Por qué demonios Lucas no la había llamado para avisarle que no llegaría a la cita? ¿Para qué enviaba a ese guerrero romano si ella podía regresar a casa por su cuenta?
Hacía tres meses que había conocido a Lucas, cuando él comenzó a trabajar en la librería dónde ella siempre adquiría sus novelas de ficción.
Por alguna extraña razón confiaba en ese silencioso hombre. No lo creía capaz de hacer algo en su contra, mucho menos, después de demostrar en varias oportunidades que estaba interesado en ella, tanto como ella lo estaba de él.
Salió con brusquedad de sus recuerdos por culpa de la mirada amenazante del intimidante desconocido. No sabía que responderle.