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Libros de Ciencia Ficción para Mujeres

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El Sabor Amargo del Amor

El Sabor Amargo del Amor

El aroma del mole de olla de la abuela, que para mí siempre fue sinónimo de hogar y de amor, llenaba cada rincón de nuestra casa. Desde niña, mis manos habían aprendido el arte de la cocina, y todos en la familia me llamaban Sofía, la heredera del don de la "Maestra de la Tortilla". Pero mi hermana menor, Isabella, siempre evitó los fogones, prefiriendo la moda y las conversaciones ligeras. Por eso, nadie dudó que yo representaría a la familia en el Día del Concurso Nacional de Cocina Mexicana. Hasta que todo cambió. Una tarde, justo antes del concurso, Isabella se acercó a la cocina con una sonrisa extraña. "Hermanita, ¿puedo intentar?", preguntó con una voz inusual. La miré extrañada; a ella nunca le había interesado la cocina. Algo en sus ojos me inquietó, pero le cedí mi lugar. Sus manos torpes se movieron con una gracia y precisión que nunca le había visto, moliendo especias con un ritmo perfecto. Un escalofrío recorrió mi espalda. Era imposible. El día del concurso, la tensión era palpable. Yo era la favorita, la promesa culinaria. Pero Isabella estaba a mi lado, con una calma que me aterrorizaba. El primer reto fue anunciado: tortillas ceremoniales, la especialidad de la abuela, ¡mi especialidad! "¡Ay, qué nervios!", exclamó Isabella para que todos la escucharan. "Sofía lleva meses practicando para esto. Yo apenas sé cómo empezar. Ojalá mi don natural sea suficiente." Sus palabras, llenas de falsa modestia, me golpearon. Miré a mi abuela, que sonreía con confianza desde el jurado. La prueba comenzó. Tomé la masa, pero estaba fría, sin vida. Intenté palmear la primera tortilla y se deshizo entre mis dedos. Mis manos temblaban sin control. Ya no eran las manos de una chef. Mientras tanto, Isabella era un espectáculo. Sus manos volaban. Cada tortilla que salía de su comal era perfecta, redonda, inflada, con un aroma a maíz criollo. El jurado y mi familia la aclamaban. "¡Increíble! ¡Es un genio!", exclamó un juez. Isabella, con lágrimas en los ojos, se dirigió al jurado. "No es mi culpa. Este don... simplemente apareció. Mi hermana Sofía es la que ha estudiado, la que ha tenido a la mejor maestra. Pero creo... creo que se ha vuelto perezosa. Ha confiado demasiado en su técnica y ha olvidado el corazón." La gente murmuraba. Las miradas de admiración se volvieron de decepción, todas dirigidas a mí. Me sentí vacía, débil, como si mi talento me hubiera sido arrancado de golpe. Intenté hablar, pero las palabras no salían. Solo vi a mi abuela levantarse, con el rostro endurecido por la decepción. "Me has avergonzado, Sofía", susurró con voz mortal. "Has manchado el nombre de esta familia. El lugar en la escuela culinaria de élite es para quien lo merece. Es para Isabella." Cada palabra fue un golpe. Mi mundo se derrumbó. No solo perdí el concurso, perdí mis recetas, mi futuro, y lo que más me dolía, perdí a mi abuela. Isabella se acercó, me abrazó y me susurró al oído con voz llena de veneno y triunfo. "Gracias por el regalo, hermanita. El sistema funciona a la perfección." Caí al suelo, mi cuerpo convulsionando, un dolor insoportable me desgarraba por dentro. En la oscuridad de mi inconsciencia, tuve una visión. Me vi a mí misma, radiante, cocinando, y de mi cuerpo salían hilos de luz dorada, de energía, de conocimiento. Al otro extremo de esos hilos estaba Isabella, absorbiéndolo todo, como un parásito. Vi cómo el "sistema" era una red invisible que me drenaba la vida. Comprendí: ¡me lo habían robado! Cuando desperté, sola y débil, en una clínica de pueblo, mis puños se apretaron. No podía dejar que Isabella ganara. Recordé las historias de la abuela, sobre un antiguo mercado en Oaxaca, "El Corazón de la Tierra", un lugar ancestral lleno de poder. Me subí a un autobús, temblando de fiebre, mientras veía la cara sonriente de Isabella anunciada como "La nueva reina de la cocina mexicana". Iba a recuperar lo que era mío, aunque me costara la vida.
Traición Es Tu Respuesta A Lo que Pagué

Traición Es Tu Respuesta A Lo que Pagué

La primera vez que Ricardo, mi esposo y el hombre por el que lo sacrifiqué todo, me pidió que me mirara en un espejo, no fue una invitación amable. Estaba de pie en medio de nuestro lujoso y frío departamento, ese que yo había pagado con años de esfuerzo, mientras él, exitoso cineasta, olía a perfume ajeno. Con una indiferencia que me rompió el alma, me dijo: "Mírate, Sofía. ¿De verdad crees que todavía encajas en mi mundo?". Sus palabras, más pesadas que cualquier grito, me golpearon como un puñal. Me vi: un fantasma, una sombra con ojeras, las manos curtidas por el trabajo mal pagado, la vitalidad drenada para alimentar sus sueños. Luego llegó ella, Valentina, joven actriz y su amante descarada. Ricardo me presentó como "una vieja amiga", una humillación pública que se sintió como una corriente eléctrica. Cuando, tras perder a nuestro bebé años antes, vi a Valentina anunciar dramáticamente su embarazo con su mano sobre su vientre, el mundo se paró. Fue el colmo de su traición, la navaja más afilada girando en la herida de mi alma. La idea de que él tendría un hijo con ella, mientras el nuestro se había ido, me destrozó. En ese abismo de dolor, una voz fría y mecánica resonó en mi cabeza, la voz de un sistema que había abandonado. Me ofrecía una salida, una oportunidad para escapar de este infierno. Una segunda oportunidad. Mirando su rostro de asombro, en medio del chaos de nuestro hogar, le regalé la verdad más cruel: "Felicidades, Ricardo. Espero que seas mejor padre para este hijo de lo que lo fuiste para el que perdimos" . Fue el último golpe, mi despedida. En el preciso instante en que él se abalanzaba, yo salté... no hacia la caída, sino hacia la libertad, hacia una luz blanca que me llevó de regreso a mi verdadero hogar.
Ciego por Amor, Vengador por Dolor

Ciego por Amor, Vengador por Dolor

El mariachi Armando Robles lo tenía todo: talento, una prometida hermosa, Sofía, y el amor de su "madre", Doña Elena, la matriarca de los Robles. Pero una noche, todo se hizo pedazo. Lo golpearon salvajemente, lo dejaron ciego y tullido en un callejón apestoso. Mientras agonizaba, escuchó las voces que jamás hubiera imaginado: Sofía y Ricardo, su hermanastro, burlándose de él. "El imbécil del mariachi por fin está donde debe estar, en la basura" , dijo Ricardo. Y luego, el golpe de gracia: Doña Elena, la mujer que lo crió, reveló la verdad más cruel. "Tú eres mi verdadero hijo, Ricardo. Armando nunca debió existir. Lo intercambié al nacer por ti. Él es el hijo de ese infeliz de Carlos" . Mi vida entera era una farsa, construida sobre mentiras y traición por las personas que más amaba. El dolor físico se volvió insignificante ante la magnitud de la traición, ¿cómo pudieron hacerme algo así? Cuando los buitres de la prensa me acorralaron en un hospital de mala muerte, Doña Elena terminó de hundirme: "La familia Robles ya no tiene ninguna relación con él" . Pero justo cuando creí que todo estaba perdido, una voz familiar y rasposa me sacó del abismo: "¡Armando! ¡Compadre, aguanta!" Mis verdaderos hermanos de la vida, se negaron a abandonarme y me rescataron, dándome una segunda oportunidad inmejorable para la venganza. El mariachi Armando Robles había muerto en aquel callejón. Ahora, un nuevo Armando Renacía, con un solo propósito: la justicia.
Amor Marchito, Alma Liberada

Amor Marchito, Alma Liberada

Siete años. Siete años de un infierno silencioso junto a Mateo, el hombre que me odiaba. Me culpaba por la muerte de su "luz de luna", Elena, y por la existencia de nuestro hijo, Carlitos, a quien veía como un fracaso viviente. Mi único respiro era la danza, un torbellino de color y zapateado donde podía ser Sofía. Hasta que una máquina del tiempo apareció, una locura que los ricos usaban para viajar a conciertos pasados. Pero para Mateo, consumido por la culpa, era una segunda oportunidad. Quería volver, salvar a Elena, enmendar su "error". Lo que él no sabía, es que yo también tenía un plan. Yo también viajé al pasado, no para salvar nuestro marchito amor, sino para liberarme de él para siempre. De vuelta en el día del derrumbe, vi a Mateo sonreír, su voz llena de la ternura que había olvidado. Era el Mateo de antes, el que una vez amé. Pero ahora, yo conocía el veneno detrás de esa sonrisa ranchera. El suelo tembló, el derrumbe comenzó de nuevo. Me preparé para el abandono. Esperé que corriera hacia Elena, como en mis pesadillas. Pero esta vez, algo cambió. "¡Sofía!", gritó al girar su caballo, no hacia ella, sino a mí. Me jaló bruscamente, buscando refugio. Mi corazón se detuvo. ¿Me estaba salvando a mí? Un rocón suelto me golpeó la pierna, un dolor agudo me hizo gritar. Elena chilló, atrapada. "¡Mateo, ayuda! ¡Me duele!". Él me miró, la duda cruzó su rostro. Pero la costumbre, el juramento infantil, ganó. Me soltó la mano. "¡No te muevas!", me ordenó, como si pudiera. Y corrió hacia ella. No había cambiado nada. La culpa, la suya, siempre sería la mía. Esa noche, con el tobillo entablillado, tomé una decisión. "Quiero terminar contigo, Mateo". Él se rió. No me tomaba en serio. Nunca lo hacía. Pero esta vez, sería diferente. Esta vez, yo no sería su carga. Esta vez, yo me salvaría a mí misma. Y usaría su arrogantísima ceguera a mi favor.
Alma Desencadenada: Mi Verdadera Historia

Alma Desencadenada: Mi Verdadera Historia

"Siete días, Catalina," me dijo el doctor, condenándome a la extinción. Como la "personalidad de batalla" de mi hermana gemela, Valeria, he sido la protectora incansable de La Fortaleza, soportando la crueldad del mundo postapocalíptico. Pero para mi amado Máximo y mi primo Roy, yo era solo una herramienta que usar y guardar, mientras idolatraban a la frágil y manipuladora Valeria. En el colmo de la traición, en mi cumpleaños me exigieron que "desapareciera" para que ella viviera "feliz", entregándome a un misterioso doctor para una "extracción de conciencia". Observé, desde la oscuridad de mi mente, cómo Máximo y Valeria consumaban su amor, cómo Roy me regañaba por la "debilidad" de mi propia hermana, y cómo Valeria, cobardemente, me ofrecía como sacrificio final para evitar un simple pinchazo. ¿Cómo era posible que todo lo que había sacrificado me fuera devuelto con semejante desprecio? Mientras mi conciencia se desvanecía ante la aguja de la Fundación, no entendía por qué, justo cuando pensaba que iba a ser libre, el dolor y la humillación se multiplicaban. Hasta que abrí los ojos en un cuerpo que creía ajeno, y la verdad se reveló: nunca fui una segunda personalidad, sino un alma separada, prisionera del miedo de Valeria, y ahora, en los brazos del hombre que me salvó, era por fin, dueña de mí misma.
Renací Para Odiarte

Renací Para Odiarte

La última imagen que vi fue el reflejo distorsionado de mi rostro en el acero pulido de una mesa de operaciones. Estaba fría, de un frío que calaba hasta los huesos, no por el metal, sino por la desesperanza. A mi alrededor, figuras de blanco murmuraban sobre "sujetos con dones" y "procedimientos de extracción". Nadie dijo mi nombre. Yo no era Sofía, era un espécimen. En esta vida que ahora terminaba, fui la sombra, la hermana dócil que eligió el "don de la humildad", mientras Isabella, mi hermana, deslumbraba con el "don del éxito" elegido por mi madre. Mi humildad me llevó a una jaula de oro, casada con Mateo, un hombre que me trató como un adorno más. Pero el éxito de Isabella era una espada de doble filo: atrajo la codicia, la traición. Familiares, esas sanguijuelas, la denunciaron a una sociedad secreta. Fue capturada, torturada en un laboratorio como este, y murió. La noticia me llegó fría, sin sentimiento, un escándalo más para mi esposo. Y ahora, aquí estaba yo, en el mismo infierno, experimentando el mismo horror. La sociedad secreta, en su búsqueda, encontró mi "don" y lo consideró valioso. El dolor se intensificó, una agonía que recorría cada nervio. Cerré los ojos con un último pensamiento amargo: a nadie le importó nunca. La oscuridad me envolvió. Un rayo de sol golpeó mis párpados. Parpadeé, confundida. El dolor había desaparecido. El frío laboratorio se había esfumado. Estaba en mi habitación de la infancia, la que compartía con Isabella. Escuché la voz de mi madre, Elena, desde el pasillo: "¡Sofía, Isabella! ¡Bajen ahora mismo! ¡Tengo algo muy especial para ustedes!" Mi corazón se detuvo. Conocía esa voz, esa frase. Era el día. El día en que mi madre nos hizo elegir nuestros dones. Me miré en el espejo: una adolescente, mi rostro sin las marcas del dolor y la resignación. Estaba viva. Había vuelto. Una furia helada y clara me invadió. Esta vez, no sería la víctima.
Corazón Roto, Linaje Descubierto

Corazón Roto, Linaje Descubierto

El frío del laboratorio me calaba los huesos, la noche antes de mi gran ascenso a gerente, o eso creía. Marco, mi prometido, me miraba sin rastro del amor de antaño, solo una frialdad glacial que me helaba la sangre. "Luna, es solo un procedimiento rutinario para el ascenso" , me había dicho, su voz tan dulce, tan convincente. Pero la bebida que me dio me dejó débil, inmovilizada, mi cuerpo no respondía a mis órdenes. Sentí un dolor agudo en la nuca, justo donde se conectaba mi chip de interfaz neuronal, y vi a nuestro hijo, mi pequeño genio tecnológico de 7 estrellas, sosteniendo el extractor. Sus manos, que yo misma había guiado para que aprendiera a caminar, ahora me causaban un tormento insoportable. Mi chip, la prueba de mi identidad como programadora, fue arrancado con una brutalidad desalmada. "¿Por qué?" , logré susurrar, mi voz apenas un hilo. Marco se acercó, su sombra cubriéndome, y a su lado, mi hermana Estrella, la desarrolladora de IA de 6 estrellas, la leyenda de la industria, con una falsa expresión de preocupación en su rostro. Marco soltó una risa seca y cruel, su voz cortante como un cuchillo. "Realmente me arrepiento de haberte elegido como mi compañera. ¿Sin mí, cómo podrías haber dado a luz a un genio de 7 estrellas?" Sus palabras, más hirientes que cualquier golpe físico, me perforaron el alma. Miré a mi hijo, aquel a quien había criado con todo mi amor y dedicación, y él, sin dudarlo, aplastó mi chip en su mano. El sonido del metal y el silicio rompiéndose fue el eco de mi corazón y mi carrera haciéndose pedazos. "Si la tía Estrella hubiera sido mi madre, mi linaje sería más noble" , dijo mi hijo, su voz infantil espantosamente fría, como si recitara una lección aprendida. "Tú no mereces ser mi madre." La traición de mi prometido, mi hijo y mi propia hermana me ahogó, abandonada allí, una cáscara vacía, una programadora de interfaz básica despojada de su herramienta esencial. La oscuridad me envolvió por completo, pero justo cuando pensé que era el final, una luz cegadora me golpeó. Parpadeé, confundida, ante el ruido de una multitud que llenaba mis oídos. Estaba de pie, mi cuerpo se sentía completo, sin dolor. El chip estaba en su lugar, intacto. Reconocí el lugar al instante: el gran salón de la empresa, el día de la selección de personal, el día exacto en que todo había comenzado. Vi a Marco en el escenario, impaciente, sus ojos barriendo la multitud, pasando por encima de mí como si no existiera, para posarse en Estrella. "Para asegurar el futuro más brillante para nuestra empresa y mi linaje" , declaró Marco con voz potente, "elijo a Estrella Rojas como mi socia." Al ver la misma sonrisa triunfante en Estrella, el destello helado de reconocimiento en sus ojos, supe que algo era diferente. Esta vez, ambas recordábamos, y la humillación que me destrozó en mi vida anterior, ahora sería la chispa de mi venganza.
En El Infierno Digital

En El Infierno Digital

El aire en mi cuarto de Los Ángeles se sentía pesado, mientras estudiaba para el examen de ciudadanía, el que me abriría las puertas a un futuro prometedor. Pero un mensaje inesperado rompió la rutina: "Sofía, soy yo, Miguel. No vayas al examen. No confíes en ellos. Peligro". La incredulidad me invadió; mi hermano mayor, desaparecido hace tres años, al que todos daban por muerto, ¿vivo? Los Thompson, mis amables padres adoptivos, de repente se transformaron. Ya no eran ellos. Sus ojos, sus gestos, revelaban una farsa macabra, y mi mundo se volcó de cabeza. "No estoy loca", me repetía, mientras el terror y la rabia me consumían. Los mensajes de Miguel desaparecieron de mi teléfono, y un supuesto "psicólogo" intentó convencerme de que todo era una alucinación, un trauma de mi mente. Me arrastraron a la fuerza, bajo la mirada de policías y de Ricardo, el mejor amigo de Miguel, quien ahora era cómplice de esta locura. Justo cuando creí entender la verdad, otro mensaje de Miguel me dejó helada: "SALTA AHORA". "Esto no es real. Estás en un sueño". Con un acto de fe desgarrador, salté al vacío, despertando en un laboratorio junto a Miguel, quien me reveló que habíamos estado en coma por tres años, víctimas de los experimentos de Ricardo. Pero la liberación duró poco. Una simple prueba, una historia inventada sobre un perro llamado Canelo, expuso la más cruel de las verdades: la simulación no había terminado. "Nunca hubo un perro llamado Canelo. Nos inventamos esa historia, Miguel y yo, para que nuestros padres no supieran que usábamos el dinero del pan para comprar cómics. Era nuestro secreto. Un secreto que solo nosotros dos conocíamos". Con la ayuda del verdadero Miguel, quien había hackeado el sistema desde dentro, destruí la prisión digital de Ricardo, liberándome finalmente de la pesadilla.
El Engaño de Nuestros Padres

El Engaño de Nuestros Padres

El aire en mi cuarto era pesado, cargado con la presión de un futuro que no pedí, hoy era el día de mi examen de ciudadanía. Pero el nombre en la pantalla de mi celular me heló la sangre: Miguel, mi hermano, desaparecido hace tres años. "No vayas al examen. No confíes en ellos. Te estoy buscando." Decía el mensaje, cada palabra taladrando mi mente. Era imposible, las autoridades lo daban por muerto, mis padres adoptivos, Elena y Javier, me habían convencido de que siguiera adelante, de que lo aceptara. Pero yo nunca les creí. Mi pulso se aceleró, y un nuevo mensaje apareció, "¡ES UNA TRAMPA! ¡NO VAYAS!" Miré a Elena, su sonrisa forzada, sus ojos duros, y la ira con la que destrozó la única foto que conservaba de Miguel. Un brillo metálico en su muñeca, un tatuaje en el cuello de Javier, la verdad se revelaba: no eran mis padres. Eran impostores que me arrastraban a una trampa, ¿pero por qué? En un acto desesperado, grité el nombre de Ricardo, el mejor amigo de Miguel, la única persona en la que creía poder confiar. Me ayudó a escapar, o eso pensé, hasta que un mensaje me advirtió: "RICARDO MIENTE. ÉL LOS CONTROLA." Y lo vi, en la ventana, con una sonrisa fría y triunfante, el mismo Ricardo, mi salvador, era mi verdadero carcelero. Mi corazón se rompió, no había escapado de una jaula, solo había llegado a otra. Mientras intentaba huir de nuevo, mi teléfono sonó, era el Dr. Salazar: "Su hermano... Miguel, falleció esta mañana." No, no otra vez, ¿era todo una alucinación, un truco de mi mente traumatizada? "Muerto. Muerto. Muerto." La palabra resonaba. Si Miguel estaba muerto, ¿por qué me había estado advirtiendo?. Solo había una forma de saberlo. "Si mi hermano está muerto, quiero ver su cuerpo," dije, mi voz temblaba, pero era firme, "quiero ir a la morgue." Era la única manera de saber la verdad, una verdad que estaba a punto de romperme o liberarme.
No Eran Mis Padres: Un Amor Roto

No Eran Mis Padres: Un Amor Roto

El aire de la mañana olía a incertidumbre, a húmeda espera por el examen de ciudadanía que mis padres adoptivos, Elena y Javier, tanto anhelaban para mí. Estaba atándome los zapatos cuando el celular vibró, un mensaje de un número desconocido, casi un susurro digital. "Sofía, soy Miguel, no vayas al examen, es una trampa" . Miguel, mi hermano, desaparecido hace tres años y dado por muerto por todos, menos por mí. Marqué el número con una urgencia febril, solo para escuchar una voz metálica: "El número que usted marcó no existe". ¿Una broma de pésimo gusto o una advertencia real? Mi presunta madre, Elena, me urgía desde abajo, el rostro contraído por la impaciencia, mi presunto padre, Javier, con su mirada fría y tajante, me obligaba: "Vas a ir a ese examen, aunque tenga que llevarte arrastrando". Pero mi teléfono vibró de nuevo: "NO VAYAS, CORRE". El pajarito de madera, el único recuerdo de Miguel que Elena no había destruido, fue arrancado de mis manos por su furia irracional, solo para que una extraña distorsión en su piel revelara una cicatriz en su supuesta mano, una cicatriz que no estaba allí, pero que mi verdadera madre sí tenía. Mi mundo se desmoronó: ellos no eran mis padres. El lunar de la suerte de mi padre real, ausente en Javier, confirmó el espanto. Toda mi vida con ellos, una mentira. Tenía que escapar, tenía que encontrar a Ricardo, el único que conocía a Miguel antes de esta horrible farsa. Entonces lo vi, Ricardo, en la cafetería. En medio de una falsa tos para ganar tiempo, le guiñé un ojo, una señal de peligro que solo Miguel y yo conocíamos. Ricardo entendió. "Señor Javier, tiene una llanta muy baja", dijo, distrayéndolos. Salí corriendo sin mirar atrás, pero cuando su mano se posó en mi hombro, un nuevo mensaje heló mi sangre: "NO CONFÍES EN RICARDO, TAMBIÉN ES PARTE DE LA TRAMPA". La sonrisa amable de Ricardo, transformándose en una mueca calculadora. Ellos me querían en un psiquiátrico, me querían convencida de que Miguel estaba muerto, me querían controlada. Pero había otra cosa: la pequeña cicatriz en la mejilla izquierda del cuerpo en el ataúd del video que Ricardo me mostró-Miguel no tenía esa cicatriz. No era él. Era todo un engaño. En la azotea del edificio, con la muerte a diez pisos de distancia, el mensaje final de Miguel parpadeó en mi pantalla: "Este mundo no es real, es un sueño, una simulación, la única forma de despertar es saltar, confía en mí". ¿Era una locura o la única verdad? "¿Qué me regalaste en mi séptimo cumpleaños?", le escribí a Miguel, una prueba final, nuestro secreto. "Una caja de cerillos vacía, la pinté de azul, tu color favorito, y le pegué una pequeña piedra brillante que encontré en la calle, te dije que era un cofre del tesoro para guardar tus sueños". Era él. Miré a Ricardo, a Elena, a Javier, y salté. Desperté en una habitación blanca, con Miguel a mi lado, pero el Dr. Salazar y Ricardo, con bata de laboratorio, me observaban. "Bienvenida a la \'realidad\'", dijo Ricardo con una sonrisa fría, "o al menos, a la versión que has estado evitando… tu mente puede construir realidades enteras… yo solo le di un empujón". Esto no era el fin. Era solo otra jaula.
Amor Virtual, Dolor Real

Amor Virtual, Dolor Real

La voz fría del sistema me heló la sangre. «Misión de conquista fallida. Cuarto intento.» «Serás eliminada en diez segundos.» Empapada bajo la lluvia virtual, vi a Axel cubriendo con un paraguas a Camila, la influencer que me miraba con desprecio. Cuatro intentos, cuatro vidas virtuales, cuatro fracasos humillantes, todo para regresar a mi cuerpo enfermo, un cuerpo al borde de la muerte. Axel, con su voz tan gélida como la lluvia, lo dejó claro: «Amo a Camila. Siempre la he amado a ella.» Camila sonrió con crueldad: «Nunca serás yo.» La eliminación significaba la muerte real, mi cuerpo en coma no resistiría, el pánico me ahogaba. Entonces, una voz compasiva me ofreció una salida: «Salida anticipada. ¿Acepta?» Podía volver, escapar de todo. Pero vi el amor ciego de Axel por Camila, vi la pulsera que me dio, ahora en la muñeca de ella. Un odio profundo me invadió, desplazando el miedo. «No», susurré, mi voz temblaba de una furia desconocida. «Detectando fluctuaciones emocionales extremas. Extensión de gracia. Nueva condición: Sobrevivir.» El alivio me cubrió, pero la mirada de fastidio de Camila me mantuvo en pie. Mientras se alejaban, lo detuve: «Axel. Terminamos.» Se giró, incrédulo: «¿Terminar qué? Nunca hubo nada.» «Sí lo hubo. Un contrato. Y ahora, lo doy por terminado.» Le arranqué la pulsera a Camila, la sostuve frente a él. «Esto… ya no lo quiero. Ya no quiero nada de ti.» Y la arrojé al lodo. Su rostro se contrajo de ira: «¿Qué te pasa? ¿Enloqueciste?» «No. Solo desperté. Me cansé de ser tu chiste, tu pasatiempo, tu sustituta.» «¿De verdad creíste que sentía algo por ti? Todo fue un juego, Ximena. Un juego que tú perdiste.» Me clavó el último golpe: «Nunca sentí nada.» El sistema narró mi fracaso, mi enfermedad terminal, mi pronóstico fatal. La lluvia se intensificó, borrando a Axel y Camila, dejándome sola con el corazón roto. El olor a antiséptico me recibió de vuelta al mundo real, con el pitido rítmico de las máquinas. Un accidente estúpido había acelerado mi cáncer, dejándome meses de vida. Fue entonces cuando apareció el Sistema, una interfaz lógica en mi mente. Me ofreció un trato: entrar en "Amor Virtual" , un juego que yo misma ayudé a programar. Si conquistaba a Axel, mi vida se extendería. Desesperada, acepté. Quería tiempo para mi padre, para mi proyecto, para vivir. Pero el sistema fue cruel, mi avatar se parecía a Camila, su obsesión. «El sistema es eficiente», me dijo, «el parecido aumenta las probabilidades.» Mi último intento fue el más doloroso, semanas de cercanía. Él componiendo, yo a su lado, en silencio. Momentos fugaces donde creí que me veía a mí, no a la sombra de Camila. La noche del festival, Camila ganó el premio, y Axel, eufórico, la besó. Llegó borracho, me abrazó gritando: «¡Camila! ¡Mi amor! ¡Lo logramos!» «Axel, soy Ximena.» Me miró, entrecerrando los ojos: «Claro que eres tú, mi Camila. ¿Quién más podría ser tan hermosa?» Me besó torpemente, y ese beso no era para mí. Mi corazón se rompió. En mi segundo intento, usé información para consolarlo en el aniversario de su madre, un evento que Camila siempre olvidaba. Fui deshonesta, manipuladora, pero luchaba por sobrevivir. Y en el proceso, me enamoré de verdad. De sus manos en la guitarra, de su ceño fruncido, de su rara sonrisa. Le cocinaba sus platos favoritos, arreglaba los bugs de su música. Me quedaba despierta, escuchando sus sueños, sueños donde Camila era la protagonista. Yo era su apoyo invisible, y él ni siquiera se daba cuenta. «Camila, te amo», murmuró. «Siempre te he amado.» Se durmió repitiendo su nombre, mientras yo, rota y vacía, me ahogaba en rabia y dolor. «¡Cállate!», grité, pero él ya soñaba con ella. A la mañana siguiente, Axel, con resaca, se sentó mientras yo preparaba café. El silencio era denso. «Buenos días», dijo. No respondí, solo le serví café negro. Me vio los ojos hinchados y el rastro de tristeza. «¿Estás bien?» Solté una risa seca: «Estoy perfectamente.» Me senté, la decisión de la noche pesaba, pero me daba calma. «Axel», dije firme. «Dame un mes.» Me miró confundido: «¿Un mes para qué?» «Sé mi novio por un mes. Haz lo que te pida, sin preguntas. Acompáñame, sé amable. Finge, si es necesario. Después, desapareceré para siempre.» Era mi último adiós, un mes para un recuerdo solo mío, sin la sombra de Camila, para despedirme del amor. Me miró receloso. La idea era extraña, casi masoquista. Pero la promesa de mi partida era tentadora. «¿Por qué haría eso?» «Porque te lo debo», mentí. «Por molestarte. Un último favor.» Lo pensó. La desesperación en mis ojos era real. Quizás así me dejaría en paz. «Está bien», suspiró resignado. «Un mes. Y después, te vas.» «Trato hecho», un nudo en mi garganta. Sentí un triunfo amargo. Tenía mi mes, treinta días para un final. «Bien», me recompuse. «Para empezar… quiero ver la Aurora Boreal.» Casi se atraganta: «¿Qué? Está al otro lado del mundo virtual. Carísimo y difícil.» «Eres un músico famoso. Puedes permitírtelo», respondí tranquila. Recordé habérselo pedido antes, en mi segundo intento: «¿Por qué gastaría tiempo y dinero en ir contigo? Con Camila sería romántico. Contigo… solo un viaje.» Las palabras dolían. «No quiero ir», dijo tajante. «Tenemos un trato, Axel. Dijiste que harías lo que te pidiera. Esto es lo primero.» Me miró, atrapado. Mostraba irritación, pero había prometido. «Está bien», cedió. «Iremos. Pero no esperes que me divierta.» «No espero nada», respondí. Y por primera vez, era la verdad. El viaje al Glaciar Norte fue largo y silencioso. Axel conducía el vehículo flotante con aburrimiento, y yo miraba paisajes digitales. El juego era una obra de arte, me sentía orgullosa, a pesar de todo. Al llegar, el cielo nocturno se iluminaba con cortinas verdes, violetas y rosadas. Más hermoso de lo que imaginé. Por un instante, la belleza nos unió. Incluso Axel pareció conmovido. «Es… increíble», murmuró, mirando el cielo. «Sí, lo es», sentí una punzada de felicidad. Cerca, un puesto vendía "Lazos de Luz Eterna" . La leyenda decía que si una pareja los ataba al mirador, su amor duraría para siempre. Era una tontería turística, pero yo quería hacerlo. Era un símbolo, aunque falso. Cuando iba a pedírselo, lo vi, su mirada. No miraba la aurora. Sus ojos estaban fijos en una figura que acababa de llegar. Era Camila. Envelta en un lujoso abrigo de piel blanca, riendo y tomándose selfies con admiradores. Brillaba, atrayendo todas las miradas, incluida la de Axel. Mi corazón se hundió. La magia del momento se hizo añicos. Claro que Camila estaría aquí. El juego siempre me recordaba mi lugar. Abandoné la idea de los lazos. ¿Qué sentido tenía? Sería una mentira sobre otra mentira. Me abracé, sintiendo el frío del glaciar. Axel apartó la vista de Camila, como si despertara. Se dio cuenta de que lo miraba, con una expresión vacía. «¿Qué pasa? ¿No ibas a decirme algo?», preguntó a la defensiva. «No. Nada», mentí. «Solo estaba pensando.» «Ximena», su tono se suavizó con lástima. «Sé que esto es difícil. Pero tienes que superarlo. Dejar de aferrarte a algo que nunca pasará.» Fueron sus palabras del pasado. Esta vez, sin la punzada de rechazo. Solo cansancio. «Lo haré», mi voz sorprendentemente firme. «Te lo prometo. Después de este mes, lo superaré.» Asintió, aliviado: «Bien.» El silencio volvió, de resignación. Miré las luces danzantes, mi sueño hecho cenizas. «Tengo frío», susurré. «Quiero ir a un lugar más cálido.» «A donde quieras», dijo, mirando su teléfono, seguro las redes de Camila. «Llévame al Festival de los Farolillos de Verano», pedí. Camila odiaba las multitudes y el calor. Allí estaría a salvo de ella. El Festival de los Farolillos de Verano era un torbellino de color, sonido y olor. Cientos de farolillos de papel coloreados colgaban, creando un techo de luz cálida. El aire olía a comida frita, a dulces y a incienso. Era nuestra primera vez juntos. Contra todo pronóstico, Axel parecía relajado. Sin Camila, era diferente. Más atento. Incluso sonrió un par de veces. Paseamos por los puestos. Me detuve ante uno de cajas de música de madera tallada. Una me llamó la atención, sencilla, pero la melodía era clásica y melancólica, me encantaba. La tomé, sintiendo la suavidad de la madera. «¿Te gusta?», preguntó Axel, acercándose. Asentí, sin palabras. «Entonces es tuya.» Antes de protestar, ya pagaba al vendedor. Me entregó la caja con gesto tímido. «Gracias», dije, genuinamente sorprendida y conmovida. Era el primer regalo suyo por iniciativa propia. La abracé contra mi pecho, sintiendo una chispa de felicidad, frágil y efímera. Quizás este mes no sería tan malo. La ilusión duró exactamente cinco minutos. «¡Axel, cariño! ¡Qué sorpresa encontrarte aquí!» La voz chillona y familiar atravesó el bullicio. Camila. Abriéndose paso, con una sonrisa radiante y falsa. Se había retractado sobre el calor y las multitudes. Se detuvo frente a nosotros, su mirada pasó de Axel a mí, y finalmente a la caja de música. «Oh, qué cosita tan linda», dijo, con interés artificial. «¿Dónde la conseguiste?» Antes de que respondiera, me la arrebató. «La melodía es preciosa. Siempre me ha encantado esta pieza», mintió descaradamente. Sabía que Camila detestaba la música clásica. Se volvió hacia Axel, haciendo un puchero. «Axel, cómpramela. Por favor.» «Pero… es de Ximena», tartamudeó él, incómodo. «Oh, vamos. A ella no le importará, ¿verdad?», me lanzó una mirada de orden. «Además, yo la vi primero.» «Eso no es cierto», repliqué, mi voz temblaba de ira. «Yo la tenía.» Camila me apartó con un gesto despectivo. Su estrategia cambió. Se volvió hacia Axel, sus ojos se llenaron de lágrimas falsas. «Axel… ¿recuerdas? Esta canción… era la favorita de mi abuela. Me trae tantos recuerdos…» Era una mentira burda y cruel, diseñada para apelar a la debilidad de Axel por ella. Funcionó. Axel me miró, una súplica silenciosa. «Ximena, por favor… es importante para ella.» «¡No!», grité, la humillación y la rabia me consumían. «¡Es mía! ¡Tú me la diste!» Pero mi protesta fue inútil. Axel le quitó suavemente la caja de música a Camila y se la dio de nuevo a ella. «Tómala», le dijo a la influencer, con voz suave. Luego se volvió hacia mí, con expresión de disculpa. «Lo siento. Te compraré otra.» Camila sonrió, pura victoria. Tomó la caja, le dio a Axel un beso rápido y se alejó tarareando, desapareciendo entre la multitud. Dejándome de pie, vacía y rota, en medio del festival más alegre del mundo. El dolor era tan agudo que por un momento Ximena no pudo respirar. Miré dónde Camila había desaparecido, la melodía de la caja de música burlándose. «Ximena, de verdad lo siento», dijo Axel, intentando tomar mi mano. «No sabía que era tan importante.» Aparté la mano como si su contacto quemara. «¿Que no sabías?», repetí, un susurro peligroso. «¿No me viste? ¿No me escuchaste? Estaba aquí, Axel. Te rogué que no lo hicieras.» «Ella dijo que era de su abuela…» «¡Mintió!», grité, atrayendo miradas. «¡Ella miente y tú siempre le crees! ¡A ella!» «Cálmate, estás haciendo una escena.» «¿Que me calme?», solté una carcajada que sonó a sollozo. «Me acabas de humillar, regalaste mi regalo a la mujer que me desprecia. ¿Y me pides que me calme?» La alegría del festival se había evaporado. Los farolillos parecían burlones. La música y las risas, insoportables. Con Camila, mi felicidad se fue. El pequeño destello de esperanza se extinguió. Axel me tomó por los hombros, su rostro lleno de culpa. «Tienes razón. Fui un idiota. Perdóname.» Me abrazó. Por un instante, me dejé llevar, su calor era un consuelo familiar y doloroso. «Te prometo que te compraré una caja de música mejor», susurró. «La más cara, la más bonita.» Esa fue la gota que derramó el vaso. Me aparté de él con una fuerza sorprendente. «¿No lo entiendes?», le espeté, mis ojos ardían de furia y lágrimas contenidas. «¡No se trata de la condenada caja de música! ¡Se trata de mí! ¡Se trata de que alguna vez en tu vida pienses en mis sentimientos! ¿Alguna vez te has preguntado qué es lo que yo quiero? ¿Qué es lo que a mí me gusta? ¿O solo existo cuando ella no está cerca?» Mi voz se quebró, la rabia dio paso a la vulnerabilidad. Axel se quedó sin palabras. La verdad de mis acusaciones lo golpeó. Se dio cuenta del dolor que le había causado. «Yo… lo siento», repitió, las palabras vacías. Avergonzado, se alejó y regresó con otra caja de música. Más grande, más ornamentada, con incrustaciones. Más cara. «Toma», dijo, ofreciéndomela. «Esta es para ti.» La miré con desdén. La melodía era una canción pop alegre, como a Camila le gustaba. Negaba con la cabeza. «No la quiero.» «Pero… es más bonita.» «No me gusta», dije, mi voz fría y final. «No es la mía.» Me di la vuelta y empecé a caminar, dejándolo solo con su regalo equivocado. Ya no quería sustitutos ni premios de consolación. Si no podía tener lo real, prefería nada. Axel me alcanzó minutos después, con derrota en el rostro. La culpa lo carcomía. Intentando enmendar, me tomó de la mano y me guio lejos del festival. «¿A dónde vamos?», pregunté, sin oponerme, demasiado cansada para discutir. «Quiero mostrarte algo», respondió. Me llevó a su estudio de música, un lugar que conocía, pero me condujo a un patio trasero nunca antes visto. Un pequeño jardín secreto, lleno de plantas exóticas. Y en el centro, en una gran percha, un guacamayo azul. «Él es Paco», dijo Axel, con una pequeña sonrisa. «Lo tengo desde hace años.» Me acerqué al ave, fascinada. Ladeó su cabeza, mirándome con ojos inteligentes. «Hola, Paco», dije suavemente. Para mi sorpresa, el pájaro respondió claro y rasposo: «Axel te quiere.» Me quedé helada. Miré a Axel, su rostro rojo. «¡Paco, cállate!», le susurró. «¡No le hagas caso, repite tonterías!» Pero el pájaro no calló. Voló y se posó en mi hombro. «Bonita», graznó, frotando su cabeza contra mi mejilla. «¿Quieres casarte conmigo?» A pesar de mi tristeza, solté una risita. El pájaro era adorable. De forma extraña, sentía más afecto genuino de este animal que de su dueño. «Paco, creo que eres muy joven para mí», le dije, acariciando sus plumas azules. El guacamayo chilló de alegría, luego miró acusadoramente a Axel. «¡Axel es un tonto!», graznó. «¡Dale un beso a la bonita!» Axel estaba a punto de morir de vergüenza. Se acercó rápidamente, intentando quitarme el pájaro. «¡Paco, ya basta! ¡Ella es mi esposa, no puedes pedirle que se case contigo!», espetó, en un arrebato de pánico y posesividad. Al salir de su boca las palabras, el aire se congeló. «¿Tu esposa?», repetí, mi risa se desvaneció. Se dio cuenta de lo que había dicho. La palabra flotaba, absurda y dolorosa. Suavemente me quité al pájaro del hombro y lo devolví a su percha. Me enfrenté a Axel, mi expresión seria y distante. «Axel», dije, mi voz tranquila devolviéndolo a la cruda realidad. «Tú y yo terminamos. ¿Recuerdas?» La calidez del momento se rompió. El rostro de Axel se ensombreció, la vergüenza reemplazada por el dolor del recordatorio. Había cruzado una línea que él mismo había trazado. «Sí», susurró, bajando la mirada. «Lo recuerdo.» Los días siguientes fueron extraños. Fiel a su promesa, Axel siguió cumpliendo el mes. Cada mañana, me esperaba para salir. Me llevó a museos de arte, conciertos underground, playas virtuales con atardeceres perfectos. Hicimos lo que siempre quise hacer con él, cosas para las que nunca tuvo tiempo. Una tarde, me llevó a una joyería exclusiva. «Elige lo que quieras», dijo. Dudé, pero él insistió. Escogí un collar sencillo, con un pequeño dije de luna. Axel me lo puso, sus dedos rozaron mi nuca. El gesto fue tan íntimo que mi corazón se aceleró. Pero me recordé que era parte del trato. Una actuación. Otro día, me sorprendió con un caballete y un pintor. «Quiero un retrato nuestro», anunció. Posamos juntos durante horas. Axel me rodeó con el brazo, su cercanía era consuelo y tortura. Cuando el pintor terminó, la imagen en el lienzo mostraba a una pareja genuinamente feliz. Una mentira bellamente ejecutada. Demasiado tarde, pensé, mirando el retrato. Todo esto llega demasiado tarde. La última semana del mes, Axel me invitó a ver los fuegos artificiales anuales desde la colina más alta de la ciudad virtual. «Recuerdo haber venido solo el año pasado», dijo, sentados en la hierba. «Pensé lo bonito que sería compartir esto con alguien.» No dije nada. Yo también recordaba el año pasado. Había visto los mismos fuegos artificiales desde la ventana de mi apartamento, sola. Y había visto en las redes de Camila una foto de ella y Axel, besándose apasionadamente con los fuegos artificiales de fondo. Él había compartido ese momento con alguien. Simplemente, no era yo. La ironía era tan cruel que casi quise reír. Él reescribía la historia, borrando a Camila para crear una nueva versión conmigo. Pero mis recuerdos no se podían borrar. Estaba atrapada en el pasado, un pasado que él parecía decidido a olvidar. Los fuegos artificiales estallaron en el cielo, pintando la noche de oro, rojo y azul. El espectáculo era magnífico. Nos sentamos en la misma colina donde, en otro intento, en otra vida, me había abandonado por Camila. «Son hermosos, ¿verdad?», dijo Axel, con una maravilla casi infantil. «Sí», respondí, pero solo sentía un profundo agotamiento. Había obtenido mi mes. Había vislumbrado la vida que pudo ser. Pero cada risa, cada gesto amable, estaba teñido de la amargura del "casi". Estaba cansada de fingir, cansada de este dolor dulce y prolongado. Era hora de terminarlo. «Tengo sed», dije de repente. «¿Podrías ir a comprarme algo de beber? Por favor.» Era una excusa. El puesto de bebidas estaba al pie de la colina, eso le daría tiempo. Axel me miró, reacio a dejarme. «Claro. No te muevas de aquí. Vuelvo enseguida.» Me dio un beso rápido en la frente, un gesto dolorosamente real, y se fue. En cuanto desapareció de mi vista, me levanté. Me adentré en un callejón oscuro y desierto, lejos de las luces y el ruido. El aire era frío y olía a basura digital. Cerré los ojos y respiré hondo. «Sistema», llamé en voz baja. «Estoy lista.» La voz familiar y sin emociones respondió: «¿Lista para qué, jugadora Ximena?» «Quiero irme a casa. Ahora. Termina el protocolo de extensión de gracia.» Hubo una pausa, como si la IA procesara una decisión inesperada. «¿Estás segura? El objetivo Axel ha mostrado un cambio significativo. La probabilidad de éxito aumentó un 42%. Si te quedas, podrías cumplir tu objetivo.» Negaba con la cabeza, aunque nadie pudiera verme. «No me importa la misión. Ya no. Solo quiero irme.» «¿Te arrepentirás de esta decisión?» ¿Me arrepentiré? Pensé en Axel, en su sonrisa, el retrato, el collar de luna. Luego, en Camila, la caja de música, las lágrimas, la humillación. Pensé en mi cuerpo real, debilitándose en el hospital. «No», dije con certeza absoluta. «No me arrepentiré.» «Entendido. Iniciando protocolo de salida. La transferencia comenzará en diez segundos.» El proceso comenzó. Mis manos se volvieron transparentes, partículas de luz desprendiéndose. Podía ver el muro de ladrillos del callejón a través de mi cuerpo. «¡Ximena!» El grito desesperado de Axel resonó. Debió sentir que algo andaba mal. Corrió hacia mí, dos botellas de refresco cayeron al suelo. «¡Ximena, no! ¿Qué está pasando?» Sus ojos se abrieron de horror al verme desvanecerme. Corrió hacia mí, intentó abrazarme, pero sus brazos me atravesaron como humo. «¡No te vayas! ¡Por favor, quédate!», suplicó, su voz rota de pánico. Lágrimas reales corrían por su rostro. Por primera vez, vi un miedo puro a perderme. Le sonreí, una sonrisa triste y serena. Mis piernas ya habían desaparecido. «Adiós, Axel», susurré. Extendí mi mano translúcida y rocé su mejilla por última vez. Mi toque fue una brisa, sin calor ni sustancia. «Te quiero», dijo él, la confesión salió demasiado tarde. Mi cuerpo se disolvió en un torbellino de luz dorada, dejándolo solo en el callejón oscuro, de rodillas, gritando mi nombre a un cielo que ya no le respondía. El mundo real me recibió con el familiar olor a desinfectante y el constante pitido del monitor cardíaco. Abrí los ojos lentamente. Estaba de vuelta en mi cama de hospital. Mi cuerpo se sentía débil, pesado, lleno de un dolor sordo que el juego me había hecho olvidar. Mi padre dormía en un sillón junto a la cama, su rostro surcado por la preocupación. Verlo me trajo una oleada de amor y culpa. Había pasado tanto tiempo en ese otro mundo que había olvidado el dolor que estaba causando en este. Los días siguientes fueron una rutina borrosa de enfermeras, medicamentos y el rostro cansado pero amoroso de mi padre. Intenté concentrarme en el ahora, en el tiempo que me quedaba. Intenté borrar a Axel de mi mente. Casi lo logré. Una semana después de mi regreso, mientras mi padre había ido a la cafetería, la puerta de mi habitación se abrió. Esperaba a una enfermera. Pero no era una enfermera. Era Axel. Estaba de pie en el umbral, vestido con ropa del mundo real -unos sencillos jeans y una camiseta negra- que le quedaba extrañamente bien. Su cabello estaba un poco desordenado, y en sus ojos había una mezcla de agotamiento y una determinación febril. «Ximena», dijo, su voz ronca. Me quedé sin aliento. El shock fue tan grande que pensé que estaba alucinando, que el cáncer finalmente había llegado a mi cerebro. «¿Cómo…?», fue lo único que pude articular. «Tú no eres real.» «Soy real», dijo él, dando un paso dentro de la habitación. «Te encontré.» En sus manos traía un ramo de flores. Lirios blancos. Las flores favoritas de Camila. Las flores que yo más odiaba en el mundo. Se acercó a la mesita de noche para ponerlas en el jarrón vacío. «No las pongas ahí», dije, mi voz más fuerte de lo que esperaba. Se detuvo, confundido. «Pero… son para ti.» «No me gustan los lirios», dije fríamente. Recordé una vez, en el juego, cuando le había comprado un pequeño ramo de margaritas, mis flores favoritas. Él las había mirado con desdén. «A Camila le parecen flores de campo, muy simples. A ella le gustan los lirios, son más elegantes.» Al día siguiente, él había llenado el apartamento de lirios, y yo había tenido que soportar su aroma empalagoso durante una semana. Axel pareció recordar algo. Su rostro se contrajo en una mueca de dolor y arrepentimiento. «Lo siento», murmuró, dejando el ramo torpemente sobre una silla en la esquina. «Lo olvidé. Lo siento mucho.» Se acercó a mi cama, su mirada recorriendo mi frágil figura, los tubos, el monitor. «Te busqué por todas partes», confesó, su voz cargada de emoción. «Hackeé el sistema. Forcé mi salida. Tenía que encontrarte.» Sus palabras eran una locura, una imposibilidad. Pero él estaba allí, de pie frente a mí, una prueba viviente de que el amor, o la obsesión, podía romper las barreras de la realidad. Axel intentó tomar mi mano, pero la retiré y la escondí bajo las sábanas. La barrera entre nosotros no era solo la barandilla de la cama, era un abismo de dolor. «No me toques.» Mi rechazo lo hirió, pero no se rindió. «Ximena, tienes que escucharme. Cuando te fuiste… me di cuenta.» «¿Te diste cuenta de qué? ¿De que tu juguete se había roto?» «¡No!», exclamó él, con angustia. «Me di cuenta de que te amo. Me enamoré de ti.» Solté una carcajada amarga que se convirtió en tos. Cuando recuperé el aliento, lo miré con desprecio gélido. «¿Me amas?», repetí, incrédula. «Ni siquiera sabes cuáles son mis flores favoritas. ¿Y dices que me amas? Lárgate, Axel. Vuelve a tu mundo de fantasía con tu perfecta Camila.» Me di la vuelta, dándole la espalda. Pero Axel no se fue. Esa noche, cuando mi padre se fue a descansar, él regresó. Traía un termo con sopa caliente y un panecillo. «Tienes que comer algo», dijo suavemente, sentándose en el sillón. Lo ignoré, ojos cerrados. Pero el olor de la sopa, simple sopa de pollo, me revolvió el estómago y los recuerdos. Recordé noches innumerables preparándole esa sopa, enfermo o cansado. Él siempre la aceptaba sin un "gracias", sin un gesto. Yo era mobiliario, una función. Ahora me traía sopa. La ironía era insoportable. «No tengo hambre.» «Por favor, Ximena. Solo un poco.» Abrió una mesa auxiliar y puso la sopa. Llenó una cuchara y la acercó a mis labios. «Puedo hacerlo sola», dije, intentando tomar la cuchara. En el forcejeo, su mano resbaló, el tazón volcándose en la cama, peligrosamente cerca de mi brazo. Por reflejo, Axel metió su mano bajo el líquido hirviendo para protegerme, desviando el derrame. Soltó un grito ahogado. La sopa empapó las sábanas, mi piel apenas se rozó. Su mano, sin embargo, estaba roja y ampollándose. Las enfermeras entraron corriendo, alertadas. Mientras limpiaban el desastre y le vendaban la mano a Axel, él no dejaba de mirarme. «¿Estás bien? ¿No te quemaste?» Su preocupación, su dolor, su sacrificio instintivo… todo era real. Y eso lo hacía peor. Cuando las enfermeras se fueron, dejando un silencio tenso, lo miré fijamente, mis ojos llenos de furia fría. «¿Ves?», le dije, mi voz temblaba. «Esto es lo que haces. Siempre te lastimas por proteger a los demás. Eres tan… patético.» La palabra lo golpeó más fuerte que la quemadura. Vi el dolor en sus ojos, no físico. Pero no me importó. Quería herirlo. Quería que sintiera una fracción de lo que yo había sentido. A la mañana siguiente, Axel regresó, mano vendada y expresión determinada. Trajo el desayuno de una cafetería. Ni lo miré. Pedí comida a domicilio con mi teléfono. «Ya pedí algo. Puedes llevarte eso», dije, señalando la bolsa. «Y luego puedes irte.» Él no se fue. Se sentó en silencio en el sillón hasta que llegó mi comida, luego se fue sin decir nada, el desayuno intacto. Pero al día siguiente volvió. Y al siguiente. Cada día, aparecía con comida que rechazaba y un pequeño ramo de margaritas, mis flores favoritas, que ignoraba. Él simplemente las ponía en el jarrón y se sentaba en su rincón, observándome en silencio durante horas. Una tarde, llegó y me encontró mirando por la ventana. «El médico dice que necesitas moverte un poco. Caminar», dijo. «No quiero.» Me ignoró. Con una gentileza que me enfureció, me ayudó a levantarme, me envolvió en una bata y me guio fuera de la habitación, hacia el pequeño jardín del hospital. Caminamos en silencio por el sendero. El sol era débil, pero se sentía bien en mi piel. Recordé otra caminata en el parque del juego. Intenté tomar su mano, pero me rechazó porque Camila estaba cerca, hablando con fans. Él se había quedado a metros de mí, como si le avergonzara que nos vieran juntos. Ahora, en el mundo real, él sostenía mi brazo con firmeza, como si temiera que fuera a desaparecer. La hipocresía me ahogaba. Me detuve y me enfrenté a él, mi paciencia agotada. «¿Por qué?», le espeté, mi voz cargada de frustración. «¿Por qué ahora? ¿Dónde estabas cuando te necesité? ¿Dónde estabas cuando te rogaba por atención? ¡Me estaba muriendo por dentro y a ti no te importaba! ¿Por qué vienes a molestarme ahora que estoy muriendo de verdad?» Las lágrimas que había reprimido finalmente cayeron por mis mejillas. Axel no se defendió. Solo me miró, con el rostro lleno de dolor insondable. E hizo algo inesperado. Me abrazó. Me rodeó con sus brazos y me apretó contra su pecho, y empezó a llorar. No eran sollozos, sino un llanto desgarrador, el sonido de un corazón rompiéndose. «Porque hice un trato», sollozó contra mi cabello. «Cuando desapareciste… fui a ver al Sistema. Le rogué. Le ofrecí lo que fuera para traerte de vuelta, para encontrarte.» Me quedé rígida en sus brazos, escuchando su confesión rota. «El Sistema me dijo que no podías volver. Pero que yo podía venir a ti. A cambio… a cambio de mi vida en el juego. Mi código, mi existencia… todo. Si lograba que volvieras a amarme, si lograba que quisieras vivir… el Sistema te curaría. Y yo… yo desaparecería para siempre.» Me aparté lentamente, sus ojos muy abiertos. La magnitud de su sacrificio era abrumadora. Había cambiado su existencia por mi oportunidad de salvarme. Pero ya era demasiado tarde. La enfermedad en mi cuerpo no era algo que el amor pudiera curar. «Axel», dije, mi voz suave y llena de una tristeza infinita. «Ya no importa. Aprecio lo que hiciste. Pero ya no siento nada. Vuelve a tu mundo. Vuelve con Camila.» Era la mentira más amable que podía ofrecerle. Esa noche, incapaz de dormir, Ximena se dejó llevar por los recuerdos. Recordó la primera vez que vio a Axel en el juego. Sentado bajo un cerezo en flor, tocando una melodía melancólica en su guitarra. La luz del sol se filtraba, creando un halo a su alrededor. Se veía tan triste, solo, hermoso. En ese momento, la misión dejó de ser una tarea y se convirtió en un deseo. Recordó pequeños gestos de bondad que ahora dolían más. La vez que notó que tenía frío y, sin decir nada, puso su chaqueta sobre mis hombros, antes de recordar que "no debía" y quitársela torpemente. O la vez que me compró un café, exactamente como me gustaba, y luego dijo que fue un error, que era para él. Eran destellos de un Axel que pudo ser, un Axel no encadenado a Camila. Pero luego vinieron los recuerdos más oscuros. La conversación donde me dejó claro que no debía ilusionarme. «Te aprecio, Ximena. Como amiga»,
Regreso al Infierno: Mi Dulce Venganza

Regreso al Infierno: Mi Dulce Venganza

Mi hermana, Daniela, siempre tuvo una ambición tan grande, que se sentía en el aire de mi laboratorio. Sus ojos brillaban con una luz especial, mientras me señalaba la pantalla holográfica. "Quiero su cara, su vida, todo", me dijo, refiriéndose a la discreta esposa del magnate tecnológico Ricardo López. Mis vellos se erizaron, a pesar del calor del equipo. Le advertí que no era un simple filtro de redes, sino una clonación biométrica completa, ilegal y peligrosa. "¡No me importa!", siseó, con una fuerza sorprendente en su agarre. "He secuestrado a la verdadera. Nadie lo sabrá. ¡Solo tienes que hacer tu magia, hermanita!" Un recuerdo amargo me golpeó: la vez anterior, le di la misma advertencia. Le rogué que no lo hiciera, que Ricardo López no era tonto, que era un genio paranoico y cruel. Ella pareció escuchar, me abrazó y me dijo que lo pensaría. Esa misma noche, un pinchazo agudo en el cuello, una neurotoxina digital que frió mi sistema nervioso. "¡Perra, no quieres ayudarme porque me tienes envidia!", escupió Daniela, mientras se cernía sobre mí, con el rostro deformado por el odio. "¡Si yo no puedo ser la esposa del magnate, tú tampoco vivirás!" El último recuerdo fue su sonrisa triunfante, antes de que la oscuridad me tragara. Pero desperté en mi laboratorio, mi corazón latiendo a mil, justo cuando Daniela entraba con su petición demencial. Había regresado, había renacido en el día que lo cambió todo. La miré, a mi hermana, a mi asesina, y una calma helada se apoderó de mí. Esta vez, si Daniela estaba tan empeñada en correr hacia su destrucción, no solo le abriría la puerta, le construiría una autopista directa al mismísimo infierno.
La Hija Adoptiva Encuentra a Su Familia

La Hija Adoptiva Encuentra a Su Familia

Mi vida terminó en ese escenario, humillada, con los aplausos que me pertenecían robados por mi "hermana" Catalina. Todo fue por el maldito "sistema de intercambio de pasos de baile", un chip implantado por mis padres adoptivos, los Méndez, que me convirtió en una herramienta para el brillo de su hija biológica. Esta vez, el telón se levantaría para una obra diferente, una donde yo escribiría el final. Renací, y el dolor sería para ellos. Hoy, en la audición final para la beca de la prestigiosa Academia de Danza "Alma Gitana", miré a mi familia adoptiva: a mi padre Ricardo, con su expresión calculadora; a Elena, mi madre, con su sonrisa forzada y ojos fríos; y a Catalina, con una mezcla de envidia y suficiencia. Antes de que la música iniciara, mi voz resonó clara y firme: "Mi éxito es inevitable." La confusión del maestro Antonio, la ira de Ricardo y la burla de Catalina fueron la confirmación. Cuando la guitarra flamenca sonó, mis movimientos fueron torpes, descoordinados, una parodia deliberada de la bailarina que era. Cada error, cada paso en falso, se transfería a Catalina a través del chip. Mientras ella recibía mi fracaso calculado, yo obtenía su mediocre ejecución. Días antes, Miguel Reyes, mi hermano biológico, me había encontrado y revelado la verdad: soy una Reyes, de una estirpe legendaria de bailaores de flamenco. Firmé un pacto de guerra con él. En el coche de vuelta, Catalina se burlaba, leyendo comentarios de mi desastrosa audición. Ricardo gruñía que no afectara la reputación familiar. Catalina entonces soltó: "Con los pasos que he estado 'aprendiendo' de Sofía, esa beca es mía." Ahí estaba la confesión del robo. Recordé el día que me implantaron el chip a los diez años, y las palabras gélidas de Elena: "Tu único propósito es ayudar a Catalina. Si ella brilla, nosotros brillamos. Si intentas opacarla, te haremos la vida imposible." Ahora, Catalina me advertía que Alejandro, el hijo de los socios de Ricardo, estaba fuera de mi alcance. "No te preocupes por la suerte, Catalina," le dije al día siguiente, mientras ella me arruinaba el vestido y se jactaba de mi tobillera robada. "Hoy no la vas a necesitar." Mi respuesta la desconcertó. En la academia, Catalina y sus amigas me rodearon, llamándome "fracasada". Sentí la rabia de años de humillación, convertida en un filo helado. Ya no quería su aprobación, solo justicia. Cuando Ricardo me abofeteó públicamente, gritando que a partir de ese momento yo estaba "desheredada y repudiada", no había dolor, solo liberación. El teatro estaba listo. El maestro Antonio anunció los resultados. Comenzó con Catalina: "Cero puntos." Y después, "Para la señorita Sofía...". Me entregaron mi carta de aceptación. Catalina, incrédula, rasgó mi carta de aceptación. Ricardo amenazó con destruir la academia. En ese instante, una voz poderosa resonó: "¡Suéltala!" Eran mi madre, Alma Reyes, la Reina del Flamenco, y mi hermano Miguel. Mi madre me acarició la mejilla, donde la bofetada dolía. "Se acabó, mi niña," susurró. "Mamá está aquí." Catalina llamó a Miguel "naco", sin saber que era el magnate con quien Ricardo y los Walker buscaban un trato multimillonario. Mi madre abofeteó a Elena por torturarme 17 años y señaló la tobillera robada, prueba de su bajeza. Ricardo y Alejandro, el orgullo desecho, se arrodillaron ante Miguel, suplicando perdón. Pero yo exigí justicia legal: "Robo, abuso, la implantación de un dispositivo ilegal... que la ley se encargue." Miguel presentó al técnico que instaló el chip y las grabaciones. Ricardo y Elena se acusaron entre ellos, revelando que Catalina no era hija de Ricardo. Los Méndez y los Walker lo perdieron todo. La función había terminado.