No Eran Mis Padres: Un Amor Roto

No Eran Mis Padres: Un Amor Roto

Gavin

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Capítulo

El aire de la mañana olía a incertidumbre, a húmeda espera por el examen de ciudadanía que mis padres adoptivos, Elena y Javier, tanto anhelaban para mí. Estaba atándome los zapatos cuando el celular vibró, un mensaje de un número desconocido, casi un susurro digital. "Sofía, soy Miguel, no vayas al examen, es una trampa" . Miguel, mi hermano, desaparecido hace tres años y dado por muerto por todos, menos por mí. Marqué el número con una urgencia febril, solo para escuchar una voz metálica: "El número que usted marcó no existe". ¿Una broma de pésimo gusto o una advertencia real? Mi presunta madre, Elena, me urgía desde abajo, el rostro contraído por la impaciencia, mi presunto padre, Javier, con su mirada fría y tajante, me obligaba: "Vas a ir a ese examen, aunque tenga que llevarte arrastrando". Pero mi teléfono vibró de nuevo: "NO VAYAS, CORRE". El pajarito de madera, el único recuerdo de Miguel que Elena no había destruido, fue arrancado de mis manos por su furia irracional, solo para que una extraña distorsión en su piel revelara una cicatriz en su supuesta mano, una cicatriz que no estaba allí, pero que mi verdadera madre sí tenía. Mi mundo se desmoronó: ellos no eran mis padres. El lunar de la suerte de mi padre real, ausente en Javier, confirmó el espanto. Toda mi vida con ellos, una mentira. Tenía que escapar, tenía que encontrar a Ricardo, el único que conocía a Miguel antes de esta horrible farsa. Entonces lo vi, Ricardo, en la cafetería. En medio de una falsa tos para ganar tiempo, le guiñé un ojo, una señal de peligro que solo Miguel y yo conocíamos. Ricardo entendió. "Señor Javier, tiene una llanta muy baja", dijo, distrayéndolos. Salí corriendo sin mirar atrás, pero cuando su mano se posó en mi hombro, un nuevo mensaje heló mi sangre: "NO CONFÍES EN RICARDO, TAMBIÉN ES PARTE DE LA TRAMPA". La sonrisa amable de Ricardo, transformándose en una mueca calculadora. Ellos me querían en un psiquiátrico, me querían convencida de que Miguel estaba muerto, me querían controlada. Pero había otra cosa: la pequeña cicatriz en la mejilla izquierda del cuerpo en el ataúd del video que Ricardo me mostró-Miguel no tenía esa cicatriz. No era él. Era todo un engaño. En la azotea del edificio, con la muerte a diez pisos de distancia, el mensaje final de Miguel parpadeó en mi pantalla: "Este mundo no es real, es un sueño, una simulación, la única forma de despertar es saltar, confía en mí". ¿Era una locura o la única verdad? "¿Qué me regalaste en mi séptimo cumpleaños?", le escribí a Miguel, una prueba final, nuestro secreto. "Una caja de cerillos vacía, la pinté de azul, tu color favorito, y le pegué una pequeña piedra brillante que encontré en la calle, te dije que era un cofre del tesoro para guardar tus sueños". Era él. Miré a Ricardo, a Elena, a Javier, y salté. Desperté en una habitación blanca, con Miguel a mi lado, pero el Dr. Salazar y Ricardo, con bata de laboratorio, me observaban. "Bienvenida a la \'realidad\'", dijo Ricardo con una sonrisa fría, "o al menos, a la versión que has estado evitando... tu mente puede construir realidades enteras... yo solo le di un empujón". Esto no era el fin. Era solo otra jaula.

Introducción

El aire de la mañana olía a incertidumbre, a húmeda espera por el examen de ciudadanía que mis padres adoptivos, Elena y Javier, tanto anhelaban para mí.

Estaba atándome los zapatos cuando el celular vibró, un mensaje de un número desconocido, casi un susurro digital.

"Sofía, soy Miguel, no vayas al examen, es una trampa" .

Miguel, mi hermano, desaparecido hace tres años y dado por muerto por todos, menos por mí.

Marqué el número con una urgencia febril, solo para escuchar una voz metálica: "El número que usted marcó no existe".

¿Una broma de pésimo gusto o una advertencia real?

Mi presunta madre, Elena, me urgía desde abajo, el rostro contraído por la impaciencia, mi presunto padre, Javier, con su mirada fría y tajante, me obligaba: "Vas a ir a ese examen, aunque tenga que llevarte arrastrando".

Pero mi teléfono vibró de nuevo: "NO VAYAS, CORRE".

El pajarito de madera, el único recuerdo de Miguel que Elena no había destruido, fue arrancado de mis manos por su furia irracional, solo para que una extraña distorsión en su piel revelara una cicatriz en su supuesta mano, una cicatriz que no estaba allí, pero que mi verdadera madre sí tenía.

Mi mundo se desmoronó: ellos no eran mis padres.

El lunar de la suerte de mi padre real, ausente en Javier, confirmó el espanto.

Toda mi vida con ellos, una mentira.

Tenía que escapar, tenía que encontrar a Ricardo, el único que conocía a Miguel antes de esta horrible farsa.

Entonces lo vi, Ricardo, en la cafetería.

En medio de una falsa tos para ganar tiempo, le guiñé un ojo, una señal de peligro que solo Miguel y yo conocíamos.

Ricardo entendió.

"Señor Javier, tiene una llanta muy baja", dijo, distrayéndolos.

Salí corriendo sin mirar atrás, pero cuando su mano se posó en mi hombro, un nuevo mensaje heló mi sangre: "NO CONFÍES EN RICARDO, TAMBIÉN ES PARTE DE LA TRAMPA".

La sonrisa amable de Ricardo, transformándose en una mueca calculadora.

Ellos me querían en un psiquiátrico, me querían convencida de que Miguel estaba muerto, me querían controlada.

Pero había otra cosa: la pequeña cicatriz en la mejilla izquierda del cuerpo en el ataúd del video que Ricardo me mostró-Miguel no tenía esa cicatriz.

No era él.

Era todo un engaño.

En la azotea del edificio, con la muerte a diez pisos de distancia, el mensaje final de Miguel parpadeó en mi pantalla: "Este mundo no es real, es un sueño, una simulación, la única forma de despertar es saltar, confía en mí".

¿Era una locura o la única verdad?

"¿Qué me regalaste en mi séptimo cumpleaños?", le escribí a Miguel, una prueba final, nuestro secreto.

"Una caja de cerillos vacía, la pinté de azul, tu color favorito, y le pegué una pequeña piedra brillante que encontré en la calle, te dije que era un cofre del tesoro para guardar tus sueños".

Era él.

Miré a Ricardo, a Elena, a Javier, y salté.

Desperté en una habitación blanca, con Miguel a mi lado, pero el Dr. Salazar y Ricardo, con bata de laboratorio, me observaban.

"Bienvenida a la \'realidad\'", dijo Ricardo con una sonrisa fría, "o al menos, a la versión que has estado evitando... tu mente puede construir realidades enteras... yo solo le di un empujón".

Esto no era el fin.

Era solo otra jaula.

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