La Cicatriz de un corazón
y el aroma persistente a café se aferraba a su ropa como una segunda piel. Caminó las calles en silencio, con pasos firmes, evitando mirar demasiado los
o cuenco de madera junto a la puerta. Después se quitó la chaqueta, doblándola con precisión antes de colgarla. Era un gesto aprendido,
rdarle lo vivido. Cerró los ojos y dejó que el vapor llenara el baño. Respiró hondo. El agua era su tregua. Bajo ese
ricaturas que lo acompañaba cada noche. No porque le interesaran realmente, sino porque la inocencia de los colores brillantes y los chistes simples servían de
lina, sintiendo cómo los músculos se tensaban y liberaban. El sudor le recorría la frente cuando terminó y, sin esperar, se dirigió a la cocina. Una c
esa noche a
rarlo como si pudiera descifrarlo sin esfuerzo. La forma en que había dicho el silencio también cura. Ethan apoyó los cubiertos y frunció el ceño, molesto c
rmitorio. La cama, hecha con pliegues rectos, lo esperaba como un cuartel bien i
cio lo e
exhalar. Pero en lugar de disiparse, la imagen de Clara regresaba una y otra vez. Sus manos sobre la c
intencionados, y siempre había cerrado la puerta antes de que pudieran ver demasiado. Pero algo en Clara era difer
scudo eficaz contra las memorias de guerra, pero ¿Qué podía hacer
a a la cafetería, serviría cafés, sonreiría a los clientes y dejaría qu
a trincheras ni a campos áridos. Lo llevó de nuevo a la mesa junto a la
os, sin humo, sin sangre. Soñó con una mujer que había