Grandes Esperanzas
taba algo asustado. Pero como no
llegaba el menor rayo de luz diurna. A juzgar por el mobiliario, podía creerse que era un tocador, aunque había muebles y utensilios de formas y usos completamente desconocidos para mí.
po, a una elegante dama sentada a poca distancia. En un sillón de brazos y con el codo apoyado en
llaban algunas joyas, y en la mesa se veían otras que centelleaban. Por doquier, y medio doblados, había otros trajes, aunque menos espléndidos que el que llevaba aquella extraña mujer. En apariencia no había terminado de vestirse, porque tan sólo llevaba un zapato y el otro e
illaba nada más que sus hundidos ojos. A1 mismo tiempo, observé que aquel traje cubrió un día la redondeada figura de una mujer joven y que ahora se hallaba sobre un cuerpo reducido a la piel y a los huesos. Una vez me llevaron a ver unas horrorosas figuras de cera en la feria, que representaban no sé a quién, aunque, desde luego, a un personaje, que yacía muerto y vestido con traje de ceremonia. Otra vez, tambié
ntó la dama que abe
p, s
¿P
señor Pumblechook. He venido... a jugar.
que la rodeaban. Entonces vi que su reloj estaba parado a las nueve menos veinte y q
pongo que no tendrás miedo de una mujer
mí decir la enorme mentira
poniendo las dos manos, una sobre
pec
al joven que quería arrancarme e
cor
estr
raña sonrisa, en la que advertía cierta vanidad. Conservó las manos sobre su pecho por
. Deseo alguna distracción, y ya no puedo so
, difícilmente podría haber ordenado a un muchacho cualquie
tengo el deedsear que alguien juegue. ¡ Vamos, muchacho!-
mejor que pudiera el coche del señor Pumblechook, pero me sentí tan incapaz de hacerlo, que abandoné mi propósito y me quedé mirando a
tozudo y de ca
quejas de mí, tendré que sufrir el castigo de mi hermana, y sólo por esta causa lo haría si me fu
o haber dicho demasiado, en tant
s ojos y miró su traje, la mesa del tocador y,
-. ¡Tan extraño para él y tan familiar para mí,
el espejo, y como yo me figurase que
una mirada centellea-n.teEso bien pued
ble ni me contestaría, me daba la impresión de que el gritar su nombre equivaldría a tomarme una libertad extraordinaria, y me resultaba casi tan violento com
a que había encima de la mesa, observó el efecto que hacía sobre el jo
Y la emplearás bien. Ahora hazme el favo
chacho? ¡Si e
ñorita Havisham, pero fue tan extrao
, diviértete en des
chacho? me preguntó Este
o de naipes que conocía, y ella,
mos a
todo lo que había en la estancia
fue blanco y ahora estaba amarillento, pero sin la menor señal de haber sido usado. Miré al pie cuyo zapato faltaba y observé que la media de seda, que también fue blanca y que ahora era de color de hueso, quedó destrozada a fuerza de andar; y aun
nos de su traje nupcial parecían ser de papel de estraza. Nadie sabía entonces de los descubrimientos
entonces he pensado con frecuencia que tal vez la admisión en la es
ella con desdén antes de terminar el primer jueg
El desprecio que ella me manifestaba era tan fuerte que no pude menos de notarlo. Ganó el primer juego y yo di. Naturalmente, lo hice
isham mientras miraba nuestro juego-, Ella te ha dicho muchas cosas
decirlo-
oído ordenó la señorita Ha
s muy orgullo- di
nad
me parece
ada
ñadí mientras la joven me m
nad
debería i
más, aun sie
esee verla de nuevo, pero sí
oz alta la seoñrita Hav
observé en el rostro de la señorit
a pudiese reanimarlas. Se hundió su pecho y se quedó encorvada; también su voz habíase debilitado, de manera que cuando hablaba, su tono p
o ganó. Luego arrojó los naipes sobre la mesa, co
guntó la señorita Havish
es, pero me interrumpió con el mismo movimiento
aber de los días de la semana, ni de
, se
o de comer y déjale que vaya de una
ramos la bujía. Hasta que abrió la entrada lateral, pude imaginarme, aunque sin pensar en ello, que necesariamente sería de noche,
o- dijo Estella, alejánd
ada favorable. Nunca me habían preocupado, pero ahora sí me molestaban como cosas ordinarias y vulgares. Decidí preguntar a Joe por qué me enseñó a llamar
o que ha perdido el favor de su amo. Estaba tan humillado, ofendido e irritado, y mi amor propio se sentía tan herido, que no puedo encontrar el nombre apropiado para mis sentimientos, que Dios sabe cuáles e
a desdeñosamente, pero, según me pareció, con
veza y, apoyando la manga en la pared, incliné la cabeza sobre el brazo y me eché a llorar. Y no solamente lloré, sino que empecé a dar pata
osee le parece tan alto como a un hombre un caballo de caza irlandés. En cuanto a mí, desde los primeros días de mi infancia, siempre tuve que luchar con la injusticia. Desde que fui capaz de hablar me di cuenta de que mi hermana, con su conducta caprichosa y violenta, era injusta conmigo. Estaba profundamente convencido de que el hecho de haberme c
o las hubiese habido. Pero allí no había palomas, ni caballos en la cuadra, ni cerdos en la pocilga, ni malta en el almacén, así como tampoco olor de granos, o de cerveza en la caldera o en los tanques. Todos los usos y olores de la fábrica de cerveza se habr
arecía estar en todas partes, porque cuando me dejé vencer por la tentación ofrecida por los barriles y empecé a andar por encima de ellos, también la vi haciendo lo mismo en el extremo opuesto del patio lleno de cascotes. En aquel momento me volvía la espalda y sostenía su bonito cabello castaño extendido, con las dos manos, sin mirar alrededor; de este modo desapareció de mi vista. Así, pues, en la misma fábrica de cerveza con
o después me pareció aún más extraordinario. Volví mis ojos, algo empañados después de mirar a la helada luz del día, hacia una enorme vi
lar el rostro de la señorita Havisham, que en aquel momento se movía como si tratara de llamarme. Aterrado al ver aquella figura y más todavía por el hecho de constarme que un momento
el pan, de la carne y de la cerveza. Pero ni aun con estos auxiliares habría podido recobrarme de mi susto tan pronto como lo hice si no hubiese visto que Estella se aproximaba
is manos fuesen tan bastas y mi calzado tan ordinario. Abrió la puerta y se quedó
qué no
no tengo
anto que apenas ves claro, y ahora m
er a casa de la señorita Havisham, emprendí el camino para recorrer las cuatro millas que me separaban de nuestra fragua. Mientras andaba iba reflexionando en todo lo que había visto, rebelándome con toda mi alma por el hecho de ser un aldeano ordinariote, lamentando que m