La lluvia había cesado, pero la tierra seguía blanda, como si se negara a soltarlo. El barro le cubría los pies, pegajoso, como si quisiera retenerlo un poco más antes de dejarlo ir. Elías avanzaba con dificultad, los brazos llenos de rasguños, los músculos tensos, el pecho ardiendo a cada respiración.
Había estado corriendo durante horas. O tal vez días. El tiempo en el bosque no se mide como en el mundo de los relojes. La maleza le había abierto la piel, los insectos zumbaban como si conocieran su historia. No sabía si lo perseguían o lo escoltaban.
De pronto, los árboles se abrieron hacia una curva del río. Agua limpia. Fluida. Como una promesa. Elías se dejó caer de rodillas y metió las manos con torpeza, bebiendo con desesperación. Sentía que si cerraba los ojos ahora, no volvería a abrirlos. Sus dedos removieron la grava como si buscaran algo enterrado allí. Algo perdido hacía mucho.
El motor de una camioneta rugió a lo lejos.
Una figura se acercaba por el camino de tierra: un vehículo oscuro, de doble cabina, deslizándose con esfuerzo por el lodo. El conductor -un hombre mayor, canoso, solo- parecía no ver el tronco semicaído que obstaculizaba el sendero.
Elías se puso en pie de golpe, tambaleante.
-¡Cuidado! -gritó, pero su voz se quebró, apenas un murmullo en el aire húmedo.
Corrió sin pensar. Solo reaccionó. El tronco cedía, el neumático lo rozó, la camioneta se desestabilizó. Elías llegó justo a tiempo para abrir la puerta del conductor, tirar del hombre hacia afuera y rodar con él por la pendiente. Hubo un golpe seco, seguido del chillido del metal al estrellarse contra una roca.
Silencio.
Después, solo el sonido constante del río.
Un recuerdo le nubló la mente:
Corre.
Una voz sin rostro. Una mano que lo empuja en la oscuridad.
No mires atrás.
El chirrido de una puerta metálica. El olor del encierro: aceite viejo, humedad rancia, sangre reseca.
Una cadena arrastrándose. Un grito sofocado.
Y luego... nada.
El hombre que había salvado respiraba con dificultad. Tenía la camisa rasgada y la frente ensangrentada, pero estaba consciente. Se incorporó despacio, aturdido. Miró a Elías como si no supiera si estaba viendo a un muchacho... o a un fantasma.
-¿Cómo te llamas?
Elías guardó silencio. No por desconfianza. Sino porque la pregunta lo atravesaba. Como si nombrarse fuera traicionar algo que aún no recordaba del todo.
-No tienes que decirlo -agregó el hombre, con voz más suave-. Pero me salvaste la vida. Y eso no se olvida.