Elías regresa a la vida de los Altamirano con un solo propósito: venganza. Pero lo que no esperaba era encontrar a Victoria, la hija de la familia, atrapada entre su deber y un amor prohibido. Mientras ambos descubren oscuros secretos de la familia, sus corazones se ven arrastrados por una pasión peligrosa. Entre mentiras, traiciones y un pasado que amenaza con destruirlo todo, Elías y Victoria deberán enfrentarse a la verdad... aunque esta los cambie para siempre. ¿Hasta dónde llegarías para desvelar tu origen?
La lluvia había cesado, pero la tierra seguía blanda, como si se negara a soltarlo. El barro le cubría los pies, pegajoso, como si quisiera retenerlo un poco más antes de dejarlo ir. Elías avanzaba con dificultad, los brazos llenos de rasguños, los músculos tensos, el pecho ardiendo a cada respiración.
Había estado corriendo durante horas. O tal vez días. El tiempo en el bosque no se mide como en el mundo de los relojes. La maleza le había abierto la piel, los insectos zumbaban como si conocieran su historia. No sabía si lo perseguían o lo escoltaban.
De pronto, los árboles se abrieron hacia una curva del río. Agua limpia. Fluida. Como una promesa. Elías se dejó caer de rodillas y metió las manos con torpeza, bebiendo con desesperación. Sentía que si cerraba los ojos ahora, no volvería a abrirlos. Sus dedos removieron la grava como si buscaran algo enterrado allí. Algo perdido hacía mucho.
El motor de una camioneta rugió a lo lejos.
Una figura se acercaba por el camino de tierra: un vehículo oscuro, de doble cabina, deslizándose con esfuerzo por el lodo. El conductor -un hombre mayor, canoso, solo- parecía no ver el tronco semicaído que obstaculizaba el sendero.
Elías se puso en pie de golpe, tambaleante.
-¡Cuidado! -gritó, pero su voz se quebró, apenas un murmullo en el aire húmedo.
Corrió sin pensar. Solo reaccionó. El tronco cedía, el neumático lo rozó, la camioneta se desestabilizó. Elías llegó justo a tiempo para abrir la puerta del conductor, tirar del hombre hacia afuera y rodar con él por la pendiente. Hubo un golpe seco, seguido del chillido del metal al estrellarse contra una roca.
Silencio.
Después, solo el sonido constante del río.
Un recuerdo le nubló la mente:
Corre.
Una voz sin rostro. Una mano que lo empuja en la oscuridad.
No mires atrás.
El chirrido de una puerta metálica. El olor del encierro: aceite viejo, humedad rancia, sangre reseca.
Una cadena arrastrándose. Un grito sofocado.
Y luego... nada.
El hombre que había salvado respiraba con dificultad. Tenía la camisa rasgada y la frente ensangrentada, pero estaba consciente. Se incorporó despacio, aturdido. Miró a Elías como si no supiera si estaba viendo a un muchacho... o a un fantasma.
-¿Cómo te llamas?
Elías guardó silencio. No por desconfianza. Sino porque la pregunta lo atravesaba. Como si nombrarse fuera traicionar algo que aún no recordaba del todo.
-No tienes que decirlo -agregó el hombre, con voz más suave-. Pero me salvaste la vida. Y eso no se olvida.
No era un patrón común. Se notaba en la forma en que lo miraba, sin arrogancia ni lástima. Como si él también hubiera estado al borde, alguna vez.
-¿Tienes dónde dormir?
Elías negó con la cabeza, apenas un movimiento.
-Entonces ven conmigo.
Viajaban en silencio por un camino estrecho. La camioneta aún podía moverse, aunque con un faro roto y la carrocería abollada. Elías iba en el asiento trasero, envuelto en una manta que el hombre encontró entre herramientas. Afuera, los árboles pasaban lentos, borrosos. Adentro, el aire olía a humedad, a cigarro barato, a barro recién removido.
-Eres fuerte -dijo el conductor, sin apartar la vista del camino-. Pocos se lanzan al barro por un desconocido.
Elías no contestó. Se aferraba a la manta como si eso lo mantuviera unido a su cuerpo. Como si el frío no viniera de afuera.
-Me llamo Renato. Renato Altamirano.
El nombre no significó nada para él. O no todavía.
Renato dio una calada profunda antes de continuar:
-No sé de dónde vienes, pero si lo que buscas es una oportunidad... puedo darte una.
Elías alzó la vista. Lo observó desde el espejo retrovisor. Sus ojos eran oscuros, llenos de cansancio. Y vacíos.
-¿Por qué?
Renato lo miró de reojo. No respondió de inmediato. Bajó la velocidad al llegar a una curva y murmuró, como si hablara consigo mismo:
-A veces uno ayuda a quien no conoce... porque no pudo salvar a quien sí.
La casa era grande, silenciosa. Las luces cálidas contrastaban con la noche húmeda. Elías entró como si pisara un territorio prohibido. La habitación que le asignaron era modesta, pero limpia. Una cama tendida. Una toalla. Pan recién horneado sobre un plato. Agua caliente en una jarra. Nadie preguntó su nombre. Nadie intentó tocarlo.
Se quedó de pie por unos segundos, sin saber si sentarse, dormir o salir corriendo. Luego se quitó la camisa con lentitud. En su espalda, las cicatrices se extendían como un mapa de lo que no se dice. No parecían recientes. Pero tampoco lejanas.
Se acercó al espejo del baño. Se miró. Algo en su rostro le resultaba ajeno. Como si aún no fuera suyo. Como si estuviera ocupando un cuerpo prestado.
Y entonces, desde un rincón oscuro de su memoria, o de su conciencia, surgió una voz suave, casi infantil, que apenas susurró:
Tú no eres nadie.
Elías bajó la mirada. No respondió. Pero dentro de él, algo empezaba -muy lentamente- a despertar.
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