La Heredera Es Liona

La Heredera Es Liona

Gavin

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Capítulo

Mi vida era un cuento de hadas: Sofía Ramos, la princesa de la moda, heredera del imperio Ramos, con cuatro prometidos que eran parte de mi familia. La pesadilla comenzó en una noche lluviosa, cuando un accidente de coche me dejó al borde de la muerte. Atrapada e inconsciente entre los hierros retorcidos, escuché con horror cómo Alejandro, Carlos, Miguel y Javier, los hombres a los que amaba, priorizaban a mi asistente Laura, gritando a los paramédicos: "¡Sofía puede esperar, saquen a Laura de aquí primero!". Me dejaron a mi suerte, mientras ellos consolaban a la mujer que me traicionaría. Semanas después, en coma, pude oír sus voces en el pasillo del hospital. Laura, con burla, preguntó: "¿Cómo sigue la princesita?". Y Alejandro, con una frialdad que me heló el alma, respondió: "Un vegetal. Para mí, ya está muerta". La risita de Laura y su cómplice confesión: "Tu plan fue brillante, mi amor", revelaron un complot para arrebatarme todo, incluso mi vida. "Ella es un obstáculo", susurró Alejandro, explicando cómo tomaría el control de la empresa y se desharía de los otros "tontos" una vez que tuviera el poder. La rabia pura comenzó a arder en mi interior. No era la princesa ingenua que creían. En esa cama de hospital, juré recuperarme y destruir a cada uno de ellos, empezando por un aliado inquebrantable, "El Toro". "Cásame con el General Ricardo Sánchez", le exigí a mi padre al despertar, mi voz firme, sin rastro de debilidad. "No necesito un príncipe, papá. Ya tuve cuatro y resultaron ser serpientes", le dije, explicándole la cruel traición. "Necesito un arma. Necesito a alguien que no puedan tocar, comprar o intimidar. Necesito al único hombre en el que confías ciegamente". El decreto de mi matrimonio con el temido "Toro" cayó como una bomba en la sociedad. Una semana después, al regresar a mi taller, los encontré: Laura sentada en mi silla, celebrando con Carlos, Miguel y Javier, mientras mis diseños yacían pisoteados en el suelo. "Vaya, vaya, miren lo que trajo el gato", dijo Laura, y Carlos pateó mi boceto de un vestido de novia, mientras Miguel me llamaba "niña mimada" y Javier me desdeñaba. Mi calma se hizo añicos. "Te di una oportunidad... ¡y me pagaste así!". Le di una bofetada a Laura, y ellos, como la noche del accidente, la protegieron, acusándome de loca. Alejandro entró, y Laura corrió a sus brazos, sollozando: "¡Me... me pegó!". Él, con una falsa decepción, arremetió: "Siempre supe que tenías un lado cruel". Con una audacia insólita, Alejandro lanzó su golpe final: "Para poner fin a todo este drama, y para que dejes en paz a Laura... me casaré contigo". Laura, aterrada, susurró: "¿Qué?". Él le guiñó un ojo: "Es un matrimonio de papel. Me divorciaré y nos casaremos tú y yo". Luego, se volvió hacia mí, esperando que aceptara esta migaja. "¿Y tú quién te crees que eres para proponerme algo?", pregunté, mi voz inquebrantable. "Alejandro, eres un empleado. Laura es mi asistente. Todos ustedes trabajan para mí. Han olvidado quién es la dueña aquí. Han olvidado su lugar". Su arrogancia vaciló, la vergüenza se convirtió en ira. "¡Insolente! ¡Tú no serías nada sin nosotros!". Pero antes de que la discusión estallara de nuevo, su teléfono sonó. Su rostro palideció. "Es Don Fernando. Ha tenido un colapso. Está grave".

Introducción

Mi vida era un cuento de hadas: Sofía Ramos, la princesa de la moda, heredera del imperio Ramos, con cuatro prometidos que eran parte de mi familia.

La pesadilla comenzó en una noche lluviosa, cuando un accidente de coche me dejó al borde de la muerte.

Atrapada e inconsciente entre los hierros retorcidos, escuché con horror cómo Alejandro, Carlos, Miguel y Javier, los hombres a los que amaba, priorizaban a mi asistente Laura, gritando a los paramédicos: "¡Sofía puede esperar, saquen a Laura de aquí primero!". Me dejaron a mi suerte, mientras ellos consolaban a la mujer que me traicionaría.

Semanas después, en coma, pude oír sus voces en el pasillo del hospital. Laura, con burla, preguntó: "¿Cómo sigue la princesita?". Y Alejandro, con una frialdad que me heló el alma, respondió: "Un vegetal. Para mí, ya está muerta".

La risita de Laura y su cómplice confesión: "Tu plan fue brillante, mi amor", revelaron un complot para arrebatarme todo, incluso mi vida. "Ella es un obstáculo", susurró Alejandro, explicando cómo tomaría el control de la empresa y se desharía de los otros "tontos" una vez que tuviera el poder.

La rabia pura comenzó a arder en mi interior. No era la princesa ingenua que creían. En esa cama de hospital, juré recuperarme y destruir a cada uno de ellos, empezando por un aliado inquebrantable, "El Toro".

"Cásame con el General Ricardo Sánchez", le exigí a mi padre al despertar, mi voz firme, sin rastro de debilidad.

"No necesito un príncipe, papá. Ya tuve cuatro y resultaron ser serpientes", le dije, explicándole la cruel traición. "Necesito un arma. Necesito a alguien que no puedan tocar, comprar o intimidar. Necesito al único hombre en el que confías ciegamente".

El decreto de mi matrimonio con el temido "Toro" cayó como una bomba en la sociedad.

Una semana después, al regresar a mi taller, los encontré: Laura sentada en mi silla, celebrando con Carlos, Miguel y Javier, mientras mis diseños yacían pisoteados en el suelo.

"Vaya, vaya, miren lo que trajo el gato", dijo Laura, y Carlos pateó mi boceto de un vestido de novia, mientras Miguel me llamaba "niña mimada" y Javier me desdeñaba.

Mi calma se hizo añicos. "Te di una oportunidad... ¡y me pagaste así!". Le di una bofetada a Laura, y ellos, como la noche del accidente, la protegieron, acusándome de loca.

Alejandro entró, y Laura corrió a sus brazos, sollozando: "¡Me... me pegó!". Él, con una falsa decepción, arremetió: "Siempre supe que tenías un lado cruel".

Con una audacia insólita, Alejandro lanzó su golpe final: "Para poner fin a todo este drama, y para que dejes en paz a Laura... me casaré contigo". Laura, aterrada, susurró: "¿Qué?". Él le guiñó un ojo: "Es un matrimonio de papel. Me divorciaré y nos casaremos tú y yo". Luego, se volvió hacia mí, esperando que aceptara esta migaja.

"¿Y tú quién te crees que eres para proponerme algo?", pregunté, mi voz inquebrantable. "Alejandro, eres un empleado. Laura es mi asistente. Todos ustedes trabajan para mí. Han olvidado quién es la dueña aquí. Han olvidado su lugar".

Su arrogancia vaciló, la vergüenza se convirtió en ira. "¡Insolente! ¡Tú no serías nada sin nosotros!".

Pero antes de que la discusión estallara de nuevo, su teléfono sonó. Su rostro palideció. "Es Don Fernando. Ha tenido un colapso. Está grave".

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