El idilio de un enfermo
no, voceando ya como si fuesen las doce del día. Abrió la ventana con estrépito, y los rayos fríos, pero
re, arriba! Si te dejase, serías capaz de es
absurdo de su tío y arrug
ió el cura sacudiéndole,-que
seis!-dijo el sobrino
te levantabas en Madrid? Estoy seguro d
ndió Andrés, cada
tener ese color de cirio que tú tienes! ?Cocidos en la cama, me entiende usted, toda la ma?ana como si
ontestó Andrés, pensand
ra lleno de estupor.-Si ay
?qué
co, ?no os mudáis la
la gente la camis
, y en toda tierra de garbanzos, y los domingos se hicieron para descansar y ponerse cam
de enfrente, pudo derramarla a su buen talante por el magnífico paisaje que había contemplado el día anterior. La rectoral estaba más alta que el pueblo, d
che. Debajo de estos bosques duerme segura la aldea, cuyas casas blancas déjanse ver apenas entre el follaje. En los ángulos y rincones del valle la escarcha es tan fuerte que parece un manto de nieve. El cielo está diáfano, de un azul pálido, tirando a verde en el Levante, oscuro hacia el Poniente. Algunas nubecillas leves y blancas, como copos de vellón, flotan, n
. Sin embargo, hace tiempo que no he respirado tan bien: parece
le había inculcado el doctor Ibarra. Así que hubo tomado el desayuno, en compa?ía de s
e no contarían de existencia más de cuarenta a?os. Debido a lo cual, los que crecen lentamente, como el roble, el nogal, el haya, etc., no tenían aún la corpulencia que habían de alcanzar con el tiempo; en cambio, otros se presentaban en la plenitud de su desarrollo. Veíanse soberbios plátanos de espléndido ramaje con sus anchas hojas erizadas de picos; magníficos olmos de oscura copa tallada en punta como las agujas de las catedrales, y formada de espesísimas y menudas hojas; grandes y robustos casta?os de asp
sconocido que un bosque inspira siempre, sobre todo cuando no se han visto más que los del Retiro de
erzas interiores, levantando sobre la alfombra de césped un inmenso templo de cúpulas movibles, una catedral de verdura cuyos fustes de todos colores y tama?os se alineaban en serie indefinida hasta perderse de vista. Y de sus bóvedas altas y tupidas, rasgadas a veces por singular capricho para que se vies
a en torno, contemplando el templo sublime de la naturaleza. No osaba mover un dedo siquiera por no turbar la majestad silenciosa y la paz de sus naves. Olvidose en un punto de toda su vida, de sus placeres como de sus dolores: creyó nacer de nuevo en otras regiones más altas, más puras, más felices. Aquellos árboles, llenos de vigor, henchidos de salud y de fuerza, le seducían: su inmovilidad augusta, el recogimiento de sus copas, le causaban una sensación melancólica: la fortaleza de sus enormes brazos, que se extendían
llares de versos! vio cara a cara la poesía; el corazón se lo dijo claramente. Era la poesía genuina, esplendorosa y diáfana, sin estrofas ni consonantes, ni mucho menos ripios, que nace de la comunicación de un alma sensible con la naturaleza. Era la poesía que en aquel momento expresaba un mirlo, que vino a posarse cerca, con sus notas puras y cristalinas. El bosque se estremeció de dicha al escuchar a