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El idilio de un enfermo

Chapter 9 No.9

Word Count: 4993    |    Released on: 06/12/2017

a le guiaban a ella el deseo y los pies. La casa era como la de todos los paisanos, aun los mejor acomodados, pobre y fea: en el piso bajo estaba la cocina, con pavimento d

lino:? Tomás el molinero, Rosa del molino, Rafael el del molinero, etc. En el pueblo, ?ir al Molino,? lo mismo significaba ir efectivamente a tal sitio que a la casa de Tomás. Las tierras que éste cultivaba, el molino, la casa misma que habitaba, no le pertenecían: todo lo llevaba en arriendo, como su padre y su abuelo. Su her

ocas carnes y mucha malicia. A Rosa ya la conocemos. Poco más de dos a?os hacía que estos chicos habían quedado huérfanos de madre, muerta, según decían en la aldea, ?de punta de costado y pulmoní

que podía alguna lisonja, que en el campo, como en la ciudad, producen admirables efectos; contaba anécdotas picantes a Rafael, y le proveía de tabaco; hablaba del tiempo y las labores al criado, una especie de animal tardo y perezoso

El tío Tomás, sin embargo, meneando el fuego con un tizón, decía sentenciosamente: ?El hombre que enga?e a D. Félix no ha nacido todavía: de alguna parte saldrá ese dinero, aunque sea de las tiras del pellejo del pobre Juan.? Algunas veces se vertían consideraciones filosóficas sobre el mundo y la sociedad: el problema de los intereses materiales era el único digno de atención. El tío Tomás parecía más escéptico y pesimista que Schopenhauer: el pobre siempre debajo, el rico siempre encima; para el pobre los palos, para el rico los gustos: lo único que debía p

a empe?o en ayudarles, tomando el azadón, la pala o la guada?a que le prestaba por algunos momentos el criado o Rafael: acometía con ardor la tarea bajo la mirada burlona de Tomás y sus hijos, que hacían alto para contemplarle: golpeaba con todas sus fuerzas y sin compás alguno la tierra, sudaba, se i

erle con la sonrisa benévola y respetuosa que los demás, y dirigirle la palabra, aunque pocas veces. Hasta se le figuró a Andrés que las preferencias calculadas que otorgaba a ángela no le hacían mucha gracia. Observando siempre con el rabillo del ojo, advirtió que, cuando se acer

su cara seria y sus modales diplomáticos: muy pronto advertiría que le temblaban las manos cuando iba a entregarle algún objeto, y se le escapaban de los ojos miradas relampagueantes y codiciosas. La pobre no entendía jota del ?arte amatorio,? ni era capaz de ver el doble fondo de las acciones humanas. Tenía diez y siete a?os; el alma, como si no hubiese cumplido los catorce. La ignorancia, la falta de trato y la vida constante de trabajo habían cubierto los gérmenes de delicadeza artística, de

en cuando algunas redondillas burlescas, que dejaban sorprendidos y extasiados a todos, muy particularmente a Rafael, que no se hartaba de reír y repetirlas, y contemplar con admiración a Andrés, como si el hacer versos fuese cosa de milagro, y la enga?aba siempre que podía contándole alguna estupenda patra?a, en medio de la algazara general. En cambio, Rosa, que poseía singular aptitud para remedar los gestos y ademanes de cuantas personas veía, una vez que entró en confianza, se puso a imitar los de Andrés con tal gracia y perfección, que pudiera competir con el mejor cómico de Madrid. Se atusaba el bi

e vez en cuando. Rafael se perecía por ver a D. Andrés jugando con su hermana. ésta mostraba también hallarse en sus glorias retozando; gozaba en correr y brincar como una cervatilla, y en desplegar su prodigiosa agilidad; la rica sangre que corría por sus venas ansiaba el movimiento, y así que lo conseguía, salpicaba de vivo carmín las rosas frescas de sus mejillas. En cuanto se ponía a jugar se embriagaba: más que para vencer a su contrario, atacaba y se movía con vertiginosa rapidez por el placer que esto le proporcionaba. En ocasiones, Andrés se estaba quieto, dejándose atormentar por ella sin compasión por contemplar a su sabor aquel hermoso modelo de mujer, mórbido, exuberante y vigoroso como una Venus del Septentrión, ágil y nervioso como

había ido a Lada, varios jóvenes que salían de un café le dijeron algunas frases obscenas: otra vez, unos se?ores que habían venido de caza a Riofrío, hallándola sola en un camino, le dijeron también palabrotas groseras, y uno de ellos se propasó a vías de hecho. Además, en su

su carácter arisco y desde?oso le oponía. Alguna vez, retozando, la admiración y el deseo que rebosaban del alma habían salido a los ojos; se detenía, quedaba inerte; la contemplaba con mirada húmeda y anhelante, y estaba a punto de flaquear y rendirse a pedirle humildemente

vacas y dos o tres becerros, en un prado de las cercanías. Andrés, que la husmeaba, apareció por allí con la carabina colgada del hombro (la caza era el p

qué estás pe

e, me ha asustado!-exclamó l

s... ?A que sé en q

n q

acinto, el de

mo que

cado del cuerpo que te quería. Aconsejele que te lo dijese cuanto má

desde?osa y guardó silencio. A nuestro joven le pareció tan linda en aquel momento, sin saber por qué, que, después de contemplar

nadie más que a m

... Lo mismo

e v

Va

rés lo advertía con disgusto, porque

o, Rosa; más de lo

preguntó volviendo hacia él su

ó un instan

é por qué te quiero..

ada vaca, siempre empe?ada en meterse por el prado del tío

pararse de la linde. Cuando tornaba, Andrés, que había vuelto un poco en su acuerdo

eh?... Pues ahora vas

s, no pudiendo de ningún modo acercar los labios al rostro de la zagala, por primera vez perdió el respeto que la tenía y trató de hacer uso brutal de las manos. Rosa se formalizó de repente y le rechazó con violencia. Per

d a hacerlo? ?

do, que fue a buscar en silencio el sombrero que se le había

oportuno, comenzó a descender lentamente hacia el prado consabido, que estaba en la falda de la monta?a. No tardó en columbrarlo desde lo alto. Era un campo de figura irregular, más verde que los contiguos por tener riego, todo él circuido por dos filas de avellanos, cuyas ramas, saliendo de la tierra en apretado haz, tomaban la forma de enormes ramilletes. La figura de Rosa sentada en medio y la de las vacas que, diseminadas, mordían tranquilamente la yerba, resaltaban como puntos negros sobre el verde claro del césped. Buen trecho antes de llegar disparó un tiro,

melancólicas del país. Detuvo el paso, y sonrió maliciosamente. Después, poquito a poco, deshizo el camino andado y se acercó de nuevo a la sebe. Pero en vano se estuvo allí pla

deleite, que se trataba de un juego: la coquetería no podía adoptar forma más inocente y senc

ra?... Ya parecerás, a no ser que te haya

de un avellano. Al verse descubiert

, D. Andrés...

ocultarse en otro si

... ya estás

l canastillo de ramas de otro avellano. La mueca que entonces hiz

s, déjeme usted!.

l joven se ace

... ?Qué pesadez!... ?No

s conmigo, Rosa?-repuso él,

o... Márc

des

S

a falta de

... me

y bien educada, no serás capaz de

-dijo ella clavándole una mir

ices eso-repuso

e en paz y vá

ndrés la siguió, y se sentó silenciosamente a su lad

ietas, ?eh?-p

afirmativament

y encogido como parecía! ?Pues no va

decir l

... ?cierto!-repus

o mandas. Yo no puedo hacer nada que te di

se c

Pu

a las personas, se

tenido muchísimo que hacer-dijo él, relamiéndose in

decía: ??Cómo no viene D. Andrés ahora?? y todos los de casa lo mismo. ?

illo es saber p

elo. Después de esperar en vano la pregunta, Andrés dijo

or ti, exclusi

isimular la emoción placentera que estas palab

viene usted

ién p

eso? Cuando viene es por mí,

r eso se había estado tanto tiempo sin venir a visitarla: no le gustaba relacionarse sino con las personas que le querían.

... Yo decía: ?Pero qu

hiciste en la romería,

?Me dio una rabia cuan

or

lamarían tonta viendo qu

ces no me tenías muy bu

ad qu

ah

. ?qué sé yo? ?Qué pregunt

ón, procuró hacerla reír recordando las simplezas del criado o algún dicho malicioso de Rafael. La charla entonces se animó. Rosa contaba con gracia mil peque?os episodios de la vida de la aldea, describiendo con pintoresca, ya que no correcta, expresión los tipos y las act

a de hombre profirió terribles blasfemias, que les hizo volver la cabeza con espanto. En pie, cerca de ellos, con una hoz en las manos, vi

a la tierra te iba a cortar las orejas?... ?Sabes que me están dando intenci

so en pie vivamente, y con palabra y a

a a hacer es hablar com

te exabrupto, se puso más pálido y, mirándo

ablo...

bla us

ta usted conmigo... La vaca me está

jese uste

l juez, he de arregl

rará usted

vere

salpicadas de groseras interjecciones. Cuando ya estab

haciendo porquerías con los se?orit

apuntarle. En las aldeas, las armas de fuego inspiran un terror supersticioso. El aldeano, al v

se?orito! ?no tir

el arma y le d

o por el terror del paisano. Sin embargo, no t

no crea usted que sea cosa de él solamente. En el pueblo lo habrá oído

duda por la cólera; pero fue en vano. Ella sabía mejor lo que pasaba en el puebl

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