El idilio de un enfermo
de diez y ocho a?os. Su tardío matrimonio y algunos quebrantos de fortuna, que por la baja repentina de los fondos públicos había experimentado, die
ndo alcanzó los diez y seis a?os, le trajo un periódico donde aparecían unos versos firmados por él. Lisonjeada en su vanidad de madre, la pobre mujer rompió a llorar. Desde entonces la carrera de Andrés quedó fijada: fue poeta. No hubo revista literaria ni periodiquillo de provincias que no se viese comprometido a insertar alguna de sus lacrimosas composiciones, ni certamen poético o juegos florales donde no ganase una escribanía de plata, algún libro lujosamente encuadernado, y tal vez que otra hasta la misma flor natural reservada a los poetastros más preclaros. El género en que más sobresalía eran las leyendas. Con una cruz de piedra, un par de jinetes rebujados en sendas capas, un camarín bien amueblado, una dama de rara belleza, un castillo con ventanas ojivales
gamente nuestro joven, presentándose en el mundo con el brío y la petulancia de los pocos a?os. Pisó los teatros a menudo, y los cafés, y los salones, y hasta los lugares menos santos; contrajo amistades y deudas; despe?ose en aventuras amorosas que no son el amor. Todo le sonrió en un principio. Mas no se pasó mucho tiempo sin que la naturaleza diese el grito de alarma. De nuevo se presentó la antigua dolencia del estómago, más áspera que nunca, por la falta de método en las comidas y el desdén de los remedios oportunos. Y el constante padecer que le envenenaba todos los placeres, comenzó a influir de modo notable en su carácter: se tornó hipocondríaco, pesimista, irascible. Llegó un instante en que se vio precisa
il, elegante: las mamás le bloquearon con sonrisas y lisonjas. Pero no estaba por los amores lícitos: gustaba de morder en la manzana prohibida, y es fama que en poco tiempo le dio muchos y fuertes bocados. Por cierto que uno de ellos le costó un lance de honor, del cual salió levemente herido; pero esto le hizo ganar prestigio entre el sexo femenino. últimamente, tuvo la mala ventura de ligarse a una mujer no joven, ni bella, ni rica, pero tan hábil y experta, de tal infernal atractivo, que en poco tiempo logró atarle de pies y manos, tenerle rendido y sumiso a sus
s, no sin perder Andrés en la transacción buena parte de su hacienda. Estos disgustos y todos los demás se compensaban por los dulces momentos que sus vergonzosos amores le hacían pasar. Mas al fin, también fueron perdiendo mucho en su atractivo: la esposa del empleado se empe?aba en abusar de su poder y en exigir mayores sacrificios
n los últimos tiempos comenzó a sentir agudos dolores de estómago a ciertas horas del día, que le dejaban extremadamente abatido y triste. Cuando en la calle le acometían, apretaba fuertemente la parte dolorida con el pu?o del bastón
e presentaba de modo mucho menos simpático, lívida, descarnada, hedionda, empu?ando en sus huesosas manos la guada?a fatal apercibida a segarle el cuello; era la muerte sin consonantes ni ripios, totalmente desnuda de galas retóricas. En su presencia sintió impresión muy distinta a la que le había inspirado el poema Amor y muerte, que pocos meses antes había publicado cierta revista literaria titulada Los E
tisis, y dijo: ?No se muere más que una vez... Días antes o días después... ?Bah! ?Qué importa!? Y por un supremo esfuerzo de la voluntad quedó sereno, completamente sereno, observando su propia tranquilidad con noble orgullo. Sólo un pensamiento logró enternecerle dulcemente: ?Mi madre murió tísica; allá voy a juntarme con ella.? Y derramó algunas lágrimas que le refrescaron el alma. Despué
ante. Al salir, le palpitaba el corazón fuertemente, los ojos le relucían, las mejillas se coloreaban, los pies bailaban sobre la escalera con redoble firme y a
es hacia el paseo estremeciendo el pavimento, y despidiendo de sus ruedas vivos y gratos reflejos; un piano mecánico alzaba sus sones en medio de la calle tocando el brindis de Lucrecia; una vendedora de violetas cruzaba con el cestillo en la mano, dejando tras si el ambiente perfumado; escuchábanse las risas de los ni?os que jugaban en el balcón de un entresu
e emociones, bebiendo y aspirando la luz que le inundaba, gozando como dicha infinita el vaivén y los rumores de la calle. Y
uego acongojado de un cuerpo dolorido; el mandato imperioso de la naturaleza viva que lucha con la muerte desde el comienzo del mundo. ?Cómo algunos min
or Ibarra y satisfacer el deseo vehemente, irresistible, de su atribulada naturaleza. Se acordó de que tenía un tío en una de las provi
zo su equipaje y al día siguiente se embarcó en el tren del Norte, sin ver a su amante, ni da
asos, esperando impaciente el momento oportuno de acometerle, era aquel fantasma páli