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Las mariposas mienten

Las mariposas mienten

Miriam Marilé

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Capítulo

Cuando conocí a Oliver, no sentí mariposas en el estómago, el tiempo no se detuvo, ni creí que nuestro encuentro era obra del destino. Debí haber sabido que si nuestra historia no tuvo un principio de cuento de hadas, tampoco tendría un final feliz. ••• Lily se considera a sí misma una mujer astuta. Sabe que enamorarse es peligroso, que no puede confiarle su corazón a nadie. Por cinco años, ha sido capaz de rechazar a cualquier hombre sin hesitar. No obstante, los sentimientos que Oliver despierta en ella son tan fuertes que le será imposible reprimirlos, aun cuando está convencida de que él ama a alguien más.

Capítulo 1 1

No tengo un despertador. No lo necesito. Mi turno empieza a la una de la tarde, así que puedo dormir hasta mediodía.

Sin embargo, el ruido estridente de la licuadora me despierta todos los días antes de que despunte el sol.

Hoy no es la excepción.

Aparto el edredón a patadas y salgo de la cama.

Maddie está sirviéndose un vaso de su maldito jugo de apio cuando entro a la cocina.

—Buenos días, Lily —me saluda—. ¿Quieres un poco?

Pongo los brazos en jarras y la veo con una expresión severa.

—Es sábado.

—Oh. —Me regresa la mirada, confundida—. ¿Ayunas los sábados?

Dios, dame paciencia.

—No, Madison. ¡Me refiero a que es sábado, por el amor de todo lo sagrado! ¿Qué haces levantada a las…? —Consulto la hora en el reloj digital del microondas—. 6:13. ¿Por qué no estás durmiendo como una adolescente normal?

Siempre supe que me arrepentiría de elegir a una universitaria de dieciocho años como compañera de piso. Claro que yo tenía razones distintas en mente. Pensé que la encontraría teniendo una orgía en la sala o fumando marihuana. Jamás sospeché que era una persona madrugadora.

—El día es muy corto —dice—. ¿Te das cuenta de que, si no fuera por mí, lo único que harías sería dormir y trabajar?

—Sí. Y viviría feliz —espeto.

Mis palabras no afectan su buen humor.

—Ya, ya. Te prepararé unas crepes de manzana para desayunar. ¿Qué dices, me perdonas?

Sabe que son mis favoritas y no podré negarme.

—De acuerdo.

Me dejo caer en un taburete y descanso la mejilla en el mármol frío de la encimera.

Debo haberme quedado dormida por un instante porque lo siguiente que sé es que Maddie me está dando golpecitos en el hombro con la espátula.

—¿Qué? —Levanto la cabeza y me limpio la baba de la comisura de la boca—. ¿Están listas?

—No. Escucha —Señala la puerta con la espátula—. Creo que hay alguien afuera.

Aguzo el oído. Se oyen voces masculinas en el pasillo. No entiendo lo que dicen, pero suenan animados.

—Dudo que sean ladrones —le digo para tranquilizarla—; estarían hablando en susurros. Además, ¿no operan de noche?

—Eso no es lo que estaba pensando —Sale de la cocina y se dirige a la puerta—. Debe ser el nuevo vecino.

—¿Qué nuevo vecino?

—No sé. Hace días vi que le estaban mostrando el apartamento de en frente a un chico guapísimo. Espero que sea él —Se pone de puntillas para ver por la mirilla—. ¡Sí es él! ¡Sí es él!

—¡Shh! Te va a oír.

Me acerco movida por la curiosidad y le doy un codazo en las costillas para que se aparte.

Hay tres hombres en el pasillo. Todos demasiado mayores para referirse a ellos como chicos.

Maddie necesita cambiar sus lentes.

Le concedo que son atractivos.

—Es el rubio —susurra.

Me concentro en él. Parece que visita el gimnasio frecuentemente. No me atrevo a afirmarlo, pues es posible que la mirilla distorsione el tamaño de sus músculos.

—Deberíamos ir a darle la bienvenida —sugiere Maddie.

Retrocedo y la veo con un mohín de desaprobación.

—Es muy viejo para ti, luce como de treinta.

—Lo sé —Me sonríe—. Es perfecto para ti.

Oh, no. Pensé que había dejado atrás su faceta de casamentera. Han pasado semanas desde la última vez que insistió en concertarme una cita a ciegas.

Le he repetido hasta el cansancio que no quiero un novio, pero me presta menos atención que a su profesor de cálculo diferencial.

—Ni siquiera lo conoces, podría ser una horrible persona.

—Bueno, no lo averiguaremos paradas aquí.

Me da un empujón con la cadera y abre la puerta.

Los tres hombres guardan silencio y se giran hacia nosotras.

Me cruzo de brazos sobre el pecho, tratando de ocultar el hecho de que no llevo puesto un sostén.

Maddie avanza un paso y se coloca bajo el umbral.

—Hola —dice—. Soy Maddie.

El rubio se fija en mí, esperando que me presente también.

—Lily —me limito a decir.

—Hola. Mi nombre es Oliver —Sus ojos verdes se achican cuando sonríe—. Y ellos son Declan y Sean —añade señalando a sus amigos.

—Les pido perdón si las despertamos —dice Sean. En su mirada no veo arrepentimiento, sólo diversión. Debe ser por el pijama de Maddie. Tiene un estampado de vaca y ubres rellenas de algodón a la altura del ombligo.

—No, no. Nos levantamos temprano —responde la susodicha—. ¿Quién se muda?

—Sólo yo —contesta Oliver—. Bueno, mi novia se mudará pronto.

Los hombros de Maddie se hunden bajo el peso de la decepción.

Yo suspiro aliviada.

Y entonces el sonido de la alarma de incendio perturba mi felicidad.

—¡Ay, Lily, tus crepes! —exclama Maddie, dándose una palmada en la frente.

—¡¿Dejaste la estufa encendida?!

Doy media vuelta y corro hacia la cocina.

La cazuela está humeando.

Apago la estufa mientras Maddie acerca un taburete y se sube en él para desactivar la alarma.

El vecino y sus amigos nos siguieron.

—Con cuidado —le dice Declan a Maddie. La sostiene por las caderas para evitar que se caiga.

Sean está de pie a tres pasos de distancia, con la vista clavada en el trasero de Maddie. Estoy a punto de regañarlo. Luego noto su sonrisa burlona y comprendo que en realidad está viendo la cola de vaca que cuelga de su pantalón.

Maddie reinicia la alarma y Declan la ayuda a bajar.

—Supongo que ese era su desayuno —dice Sean—. Por qué no vienen con nosotros a la cafetería de la esquina. Iremos después de subir las pertenencias de Oliver.

A Maddie se le ilumina el rostro. Estoy segura de que ve esto como una oportunidad para que ponga en práctica los consejos de conquista que me dio.

—Genial. Avísennos cuando terminen. Estaremos listas.

Los “chicos” se retiran y cierran la puerta detrás de ellos.

—Sé lo que estás pensando —suelto en tono de acusación.

—¿Desde cuándo eres adivina? —Toma la cazuela y comienza a raspar la crepe quemada con la espátula—. Deberías cobrar.

Ruedo los ojos. Discutir no tiene caso. Hemos tenido esta conversación muchas veces y, como dije anteriormente, nunca me escucha.

Me dirijo al baño y abro la regadera.

Considerando que me toma veinte minutos secar mi cabello, decido no lavarlo. Lo ato en un moño en la cima de mi cabeza y me ducho del cuello para abajo.

Cuando salgo, Maddie ya no está en la cocina.

No me sorprende encontrarla en mi habitación, dividiendo mi guardarropa en dos pilas.

Descuelga una blusa azul de mangas abullonadas, arruga la nariz como si apestara, y la arroja a la pila más alta.

—¿Qué estás haciendo?

Mi pregunta la sobresalta. Se vuelve hacia mí con ambas manos presionadas contra su corazón.

—Te ayudo a escoger un atuendo, ¿no es obvio?

—¿Y no puedes hacerlo sin sacar toda mi ropa del closet? —Me ajusto la toalla y empiezo a guardar las prendas que hay en la cama—. No tenemos tiempo para esto. Ve a cambiarte.

—Descuida. Vi el camión de la mudanza desde el balcón. Está lleno hasta el techo. Diría que tenemos una hora, tal vez dos.

—Tardas una eternidad y media peinándote —Su cabello es una maraña de rizos inmanejable—, así que hazme caso y ve a cambiarte ahora mismo.

Obedece de mala gana.

Para contentarla, me pongo una blusa de la pila pequeña, la cual asumo tiene su aprobación.

Me cepillo el pelo y vuelvo a recogerlo en un moño apretado.

—Parece que vas a una entrevista de trabajo —dice Maddie al verme.

—Y tú pareces una pordiosera. —La veo de pies a cabeza, sin molestarme en ocultar mi repulsión por su aspecto desaliñado—. ¿De dónde sacaste esos harapos?

Lleva puestos unos jeans que tienen más agujeros que un rallador de queso, una camisa deshilachada y zapatos mugrosos.

—Es mi disfraz de Halloween del año pasado. Fui un zombie, ¿recuerdas?

—Halloween es la próxima semana.

Tengo que conseguirle un calendario.

—Ya lo sé —Rueda los ojos—. Me lo puse para que te veas despampanante junto a mí.

No sé si sentirme ofendida o agradecida.

Incluso vestida de esta manera, no se puede negar que Maddie me supera en belleza. Se queja de sus pecas y su cabello cada vez que se ve al espejo, pero toda ella es hermosa: sus rizos castaños, sus ojos azules, su piel pálida, su figura menuda.

Yo soy bastante ordinaria en comparación. Mi cabello es negro y lacio, mis ojos oscuros. La única razón por la que los hombres voltean a verme en la calle es mi cuerpo de reloj de arena.

—Cualquiera te preferiría —le digo—. Eres muy bonita.

Abre la boca, lo más probable es que con la intención de contradecirme, pero unos toquidos en la puerta la interrumpen.

Voy por mi bolso mientras ella abre.

—Wow —escucho que dice Declan—. Te ves…

—¿Como si un perro hambriento me hubiera atacado? —termina Maddie entre risas.

Salgo de la habitación y me les uno.

Sean está reclinado contra la pared al otro lado del pasillo, con los pulgares metidos en las presillas de su pantalón.

Echo un vistazo alrededor en busca de Oliver.

—Oliver no irá. Tiene que regresar el camión —me explica Sean.

—Y su novia es muy celosa —agrega Declan.

Cierro la puerta con llave y nos ponemos en marcha hacia el elevador.

—¿Qué hay de ustedes? ¿Tienen novia? —inquiere Maddie con una expresión de desinterés fingido que no engaña a nadie.

—No —contestan los dos al mismo tiempo.

Los veo intercambiar una mirada significativa que no me gusta en absoluto.

Entramos al elevador y, a pesar de que hay espacio suficiente para diez personas, Sean se sitúa tan cerca de Maddie que sus brazos se rozan.

Le coquetea todo el camino hasta la cafetería.

Ella trata de desviar su atención hacia mí. No obstante, nada da resultado.

Puesto que su amigo reclamó a la mía, Declan se conforma conmigo.

Es un hombre atractivo y encantador. De no ser por la marca de un anillo en su dedo anular izquierdo y mi aversión al género masculino, me sentiría tentada a darle mi número de teléfono.

Maddie ordena una montaña de panqueques y yo unas crepes de manzana para satisfacer el antojo.

—Estoy fascinado con tu acento —le dice Sean a Maddie mientras comemos—. ¿De dónde eres?

—Escocia —responde la susodicha con la boca llena. Esta debe ser otra de sus estrategias para conseguir que se fijen en mí en lugar de ella. Nunca la había visto comportarse de una manera tan asquerosa.

Echa la cabeza hacia atrás, levanta la botella de jarabe de arce y lo vierte directamente en su lengua.

El brillo de admiración en los ojos de Sean no se extingue, sigue viéndola como si fuera la octava maravilla del mundo. Declan, en cambio, parece a punto de vomitar.

Le quito la botella a Maddie y la coloco tan fuera de su alcance como mi brazo me lo permite.

—Compórtate —musito—. No quiero que nos veten la entrada aquí también.

—¿También? —Sean mira de ella a mí con curiosidad.

Me maldigo en silencio por mi desliz. Esa es una historia demasiado vergonzosa como para compartirla con alguien a quien acabamos de conocer.

—Ah… —Mi mente está en blanco—. Eh…

—I, O, U —dice Maddie.

Sean se echa a reír.

Declan cambia de tema, quizá porque nota mi incomodidad, quizá porque no le interesa. Sea cual sea el motivo, se lo agradezco con una sonrisa.

Pasamos la siguiente media hora hablando de asuntos triviales.

Cuando la mesera retira nuestros platos, le pido nos entregue cuentas separadas. Maddie protesta propinándome un puntapié en el tobillo, pero insisto en pagar por lo que me corresponde.

Se levanta de la silla alegando que le urge orinar y se dirige al baño, no sin antes indicarme —con una seña mal disimulada— que la siga.

—¿Por qué hiciste eso? —me reprocha—. No traje mi cartera.

—Descuida, pagaré tu parte.

Comienzo a girarme hacia la salida, pero sus dedos rodean mi muñeca, deteniéndome en el acto.

—Espera. —Mira sobre su hombro para asegurarse de que no tenemos compañía y añade—: Creo que le gustas a Declan y deberías darle una oportunidad. Sé que desconfías de los hombres porque alguien te lastimó en el pasado, pero no puedes cerrarte al amor para siempre, Lily. Tienes que dejar ir el resentimiento, permitirte amar y ser amada.

Mi corazón se encoge de dolor ante el recuerdo de lo que sucedió. Me libero de su agarre y le doy la espalda, no quiero que vea el efecto que sus palabras tuvieron en mí.

—Sospecho que está casado. —Me esfuerzo por que mi voz suene indiferente, pero me traiciona, se quiebra. Carraspeo y continúo—: ¿Te fijaste en su mano izquierda? Tiene la marca de un anillo de matrimonio.

—Puede que se haya divorciado hace poco. ¿Podrías, por lo menos, darle el beneficio de la duda antes de rechazarlo?

—Está bien —miento.

Regresamos a la mesa.

En nuestra ausencia, Sean dobló una servilleta de papel en forma de corazón. Se apresura a guardarla en el bolsillo de su chaqueta.

Estoy segura de que Maddie no la vio, su atención está puesta en Declan. Bueno, en su mano.

—No pude evitar notar esa marca que tienes ahí —dice señalándola—. ¿Has estado casado?

Declan hace ademán de responder, pero la aparición de la mesera se lo impide. La muchacha nos tiende las cuentas y se despide deseándonos un buen día.

Después de pagar en la caja, Sean y Declan nos acompañan de vuelta al apartamento.

—Me divertí mucho —dice el primero cuando llegamos—. Ojalá podamos repetirlo pronto.

—¡Nos encantaría! —exclama Maddie. Su entusiasmo hace que la sonrisa de Sean se ensanche—. ¿No es así, Lily?

—Por supuesto.

El teléfono de Declan suena y este se aleja para atender la llamada.

Sean aprovecha para pedirme un momento a solas con Maddie, el cual le concedo.

Entro al apartamento y cierro la puerta detrás de mí para darles privacidad. No sirve de mucho. Puedo escucharlos. Me acomodo en el sofá y enciendo la televisión para bloquear el sonido de sus voces.

Cinco comerciales más tarde, Maddie atraviesa la entrada. Trae consigo el corazón de papel que Sean hizo. Se deja caer a mi lado, toma el control remoto de mi regazo y pulsa el botón de mute.

—¿Por qué no saliste a decir adiós? —pregunta—. Declan se fue muy decepcionado.

—Lo superará.

Suspira, poniendo cara de resignación.

—Ya no te presionaré —dice—. Es más, si quieres tomar los hábitos, te apoyo.

Resoplo y suelto una carcajada.

Me tiende el control, pero no lo tomo, esta conversación es mucho más entretenida que el programa que están transmitiendo en el canal de comedia.

—No digas tonterías. No puedo ser monja, sabes que mi pasatiempo favorito es comer.

—¿Acaso no has visto monjas gordas? Es obvio que la gula no es impedimento para unirse a un convento. —Le sube el volumen a la televisión, dando por terminada nuestra plática. Luego cambia de opinión y vuelve a silenciarla—. ¿Sabes lo que me dijo Sean hace un rato? —añade.

—Hmm… ¿me enamoré de ti a primera vista, hazme el honor de tener una cita conmigo? Esboza una sonrisa enigmática.

—No, me dijo algo que me hizo darme cuenta de que el amor nace de manera espontánea. No puedo seguir empujándote a los brazos de aquellos que considero un buen partido, y esperar que sientas algo por ellos. No funciona así.

Conque hablaba en serio cuando dijo que ya no me presionará.

Reprimo el impulso de celebrar bailando.

—Un día de estos conocerás a alguien especial y te vas a enamorar —agrega—. Créeme, no podrás evitarlo.

Sonrío, convencida de que eso jamás sucederá, no otra vez.

—¿Quieres apostar?

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