Su Obsesión, Su Segunda Vida

Su Obsesión, Su Segunda Vida

Gavin

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Capítulo

Mi prometido, Damián, fue mi amor de la infancia. Pero una lesión cerebral traumática por un accidente de coche lo convirtió en un monstruo violento. Yo me quedé, decidida a esperar a que el hombre que amaba regresara. Luego llegó su nueva terapeuta, la Dra. Cristina Huerta. Se suponía que debía ayudarlo a sanar, pero en su lugar, comenzó a manipularlo, poniéndolo en mi contra. En una subasta de caridad, un hombre se abalanzó sobre ellos con un cuchillo. Grité una advertencia. Pero Damián no me protegió. Me jaló frente a él y a Cristina, usando mi cuerpo como escudo humano. La hoja se hundió en mi costado. En mi vida anterior, eso fue solo el principio. Por Cristina, dejó que sus hombres me arrojaran por las escaleras. Por Cristina, se quedó de brazos cruzados mientras ella profanaba las cenizas de mi madre. Y al final, los dos me asesinaron en un accidente de coche planeado, dejándome morir en un montón de metal retorcido. Pero desperté, no muerta, sino en mi cama. Un año entero antes de que me mataran. Esta vez, las cosas serían diferentes. Tenía un plan.

Capítulo 1

Mi prometido, Damián, fue mi amor de la infancia. Pero una lesión cerebral traumática por un accidente de coche lo convirtió en un monstruo violento. Yo me quedé, decidida a esperar a que el hombre que amaba regresara.

Luego llegó su nueva terapeuta, la Dra. Cristina Huerta. Se suponía que debía ayudarlo a sanar, pero en su lugar, comenzó a manipularlo, poniéndolo en mi contra.

En una subasta de caridad, un hombre se abalanzó sobre ellos con un cuchillo. Grité una advertencia. Pero Damián no me protegió. Me jaló frente a él y a Cristina, usando mi cuerpo como escudo humano.

La hoja se hundió en mi costado. En mi vida anterior, eso fue solo el principio. Por Cristina, dejó que sus hombres me arrojaran por las escaleras. Por Cristina, se quedó de brazos cruzados mientras ella profanaba las cenizas de mi madre.

Y al final, los dos me asesinaron en un accidente de coche planeado, dejándome morir en un montón de metal retorcido.

Pero desperté, no muerta, sino en mi cama.

Un año entero antes de que me mataran. Esta vez, las cosas serían diferentes. Tenía un plan.

Capítulo 1

Desperté con el dolor fantasma de un choque de auto. El recuerdo era nítido, un destello brutal de metal retorcido y el rostro de Damián, frío e indiferente, mientras su nueva amante, Cristina, pisaba el acelerador a fondo. Me habían dejado para morir.

Pero no estaba muerta. Estaba en mi cama, en la mansión de Damián. El sol de la mañana entraba a raudales por la ventana. Era un día que recordaba de mi vida pasada. Un día, un año antes de mi asesinato.

Me habían dado una segunda oportunidad.

Aparté las sábanas y me puse de pie, mi cuerpo todavía débil por el recuerdo de un abuso que aún no había ocurrido en esta línea de tiempo. La resolución fue instantánea, sólida como una roca en mi pecho. No dejaría que volviera a suceder.

Salí de la habitación y bajé la gran escalera. Mi padre, Alberto Ávila, estaba en la sala, leyendo el periódico. Levantó la vista y sonrió al verme.

-Buenos días, mi amor. ¿Damián sigue dormido?

No respondí a su pregunta. Caminé directamente hacia él, con las manos apretadas a los costados.

-Papá, quiero romper el compromiso.

Su sonrisa se desvaneció. Dejó el periódico, con el ceño fruncido por la confusión. Me miró, me miró de verdad, y su expresión se suavizó con preocupación.

-Emilia, ¿qué pasa? ¿Tuvieron otra pelea tú y Damián?

Él pensaba que era solo otra pelea. No sabía ni la mitad. No sabía de las noches en que Damián, en un ataque de furia ciega, arrojaba cosas, su voz un rugido que resonaba en mi cabeza durante días. No sabía de los moretones que cubría con maquillaje.

Un temblor me recorrió. Apreté las manos con más fuerza, mis uñas clavándose en mis palmas. El dolor físico era una distracción bienvenida de la tormenta de recuerdos.

-Ya no puedo más, papá. Simplemente no puedo.

Mi voz era un susurro ronco. Era una respuesta vaga, pero era todo lo que podía darle sin sonar como una loca.

No insistió, solo me observó con ojos preocupados. Él sabía. Debía saber algo.

Los recuerdos me inundaron, no deseados y agudos.

Recordaba a Damián antes del accidente. Éramos novios desde niños. Él era el brillante y seguro director general, y yo era su orgullosa prometida. Nuestra vida era un cuento de hadas. Era tierno, me adoraba. Me traía flores sin motivo y me abrazaba como si yo fuera lo más preciado del mundo.

Luego vino el accidente. Un conductor ebrio chocó su coche de costado. Sobrevivió, pero una lesión cerebral traumática lo cambió todo.

Volvió a casa del hospital siendo un hombre diferente. El Damián tierno se había ido, reemplazado por un monstruo plagado de un severo trastorno de estrés postraumático y un trastorno explosivo intermitente.

Sus ataques de ira eran aterradores. La cosa más pequeña podía desatarlo. Un libro mal colocado, una comida que no era de su agrado, una pregunta que no quería responder.

Una noche, me rompió el brazo. Había lanzado una pesada estatua de cristal, apuntando a la pared, pero yo me moví en la dirección equivocada.

Cuando la ira pasó, estaba destrozado. Vio mi brazo, el ángulo antinatural, y se derrumbó en el suelo. Sollozó, golpeándose la cabeza contra el piso de madera hasta sangrar, rogándome que lo perdonara. Se veía tan roto, tan lleno de odio hacia sí mismo.

Y como una tonta, me arrodillé a su lado, mis propias lágrimas mezclándose con su sangre.

-Está bien, Damián. No te voy a dejar. Nunca te dejaré.

Lo dije una y otra vez, un mantra de mi propia perdición. Creía que su enfermedad era el enemigo, no él. Amaba al hombre que solía ser, y estaba decidida a esperar a que volviera.

Entonces su familia contrató a la Dra. Cristina Huerta. Era una terapeuta brillante, reconocida por su trabajo con pacientes con lesiones cerebrales. Se suponía que era nuestra salvadora.

Al principio, parecía profesional, atenta. Pero pronto, las cosas empezaron a cambiar. Damián comenzó a depender completamente de ella. Su palabra era ley.

Su atención se desvió de mí hacia ella.

"Cristina dice que necesito silencio absoluto".

"Cristina dice que tus visitas me estresan".

Empezó a cancelar nuestras citas para tener sesiones extra con ella. Le compraba regalos caros, "por su excelente cuidado", decía. La defendía cuando yo cuestionaba sus métodos, que parecían diseñados para aislarme.

El abuso se intensificó. Cristina lo provocaba sutilmente, luego se hacía a un lado y observaba la explosión con una mirada clínica y distante en sus ojos. Me convertí en su saco de boxeo, tanto literal como figuradamente.

La traición final en mi vida pasada fue cuando Cristina profanó las cenizas de mi difunta madre. En mi dolor y rabia, la confronté. Damián entró, vio a Cristina llorando con un rasguño en el brazo, y me golpeó hasta dejarme inconsciente. Lo siguiente que supe fue que estaba en su coche, con Cristina al volante, una sonrisa triunfante en su rostro mientras nos estrellaba contra una barrera de concreto.

Ahora, de pie en la sala, el recuerdo era tan vívido que casi podía oler la gasolina.

-Nunca te dejará ir, Emilia -dijo mi padre, su voz grave, trayéndome de vuelta al presente-. Ya sabes cómo es. Es posesivo. Se volverá loco.

-Lo sé -dije, mi voz firme ahora-. Su amor no es amor. Es una jaula.

Y no tenía intención de volver a ser un pájaro enjaulado. No en esta vida.

-Tengo un plan -le dije a mi padre-. Pero necesito ayuda. Alguien a quien Damián tema. Alguien a quien no pueda controlar.

Solo había una persona que encajaba en esa descripción. Héctor Bravo.

Héctor era un multimillonario solitario y enigmático. Su poder rivalizaba, y en muchos sentidos superaba, la fortuna de la familia Ferrer. Él y Damián eran rivales de negocios a muerte. Damián lo odiaba con pasión, viéndolo como una amenaza constante.

-¿Bravo? -Mi padre parecía escéptico-. Es un fantasma. ¿Por qué un hombre como él nos ayudaría?

-Lo hará -dije con una certeza que me sorprendió incluso a mí misma.

Porque en mi vida pasada, después de mi muerte, Héctor Bravo había destruido a Damián. Había desenterrado cada crimen, cada secreto sucio de la corporación Ferrer y los había expuesto al mundo. Lo había hecho por mí.

Y recordé algo más. Un pequeño detalle, casi olvidado. Hace unos años, en una subasta de caridad, un hombre había pagado anónimamente una suma ridícula por una simple pulsera que yo había donado, una pieza que mi madre me había dejado. El dinero se destinó a un hospital infantil. Más tarde descubrí que el comprador anónimo era Héctor. Me había devuelto la pulsera con una simple nota: "Hay cosas demasiado valiosas para ser vendidas".

Me había amado desde la distancia, en silencio, durante una década. Estaba apostando mi vida, y la de mi padre, a que este amor era real.

-Voy a pedirle que nos ayude a fingir nuestra muerte -dije, las palabras sonando extrañas y drásticas en mi lengua-. Es la única manera de escapar de Damián para siempre. Nos iremos del país y empezaremos de nuevo.

Mi padre me miró fijamente, su rostro pálido. La extremidad de mi plan finalmente pareció hacerle entender la profundidad de mi desesperación.

Justo en ese momento, el sonido de la puerta principal abriéndose resonó en el pasillo.

-Emilia, cariño, ya llegué.

Era la voz de Damián. Y no estaba solo. Podía oír los suaves pasos de Cristina a su lado.

Rápidamente alisé la expresión de mi rostro, hundiendo el terror y el odio en lo más profundo de mi ser. Tenía que interpretar mi papel, solo un poco más.

Damián entró, con una hermosa sonrisa en el rostro que no le llegaba a los ojos. Cristina estaba a su lado, mirándome con una falsa inclinación de cabeza comprensiva.

-Te ves pálida, Emilia -dijo Damián, frunciendo el ceño con fingida preocupación-. ¿Te sientes mal?

-Solo un dolor de cabeza -mentí suavemente.

Asintió, aceptando la mentira sin cuestionar. Se volvió hacia Cristina.

-Cristina tuvo una sesión larga hoy. Le duele un poco la garganta. ¿Podrías prepararle un té de miel y limón, Emilia? Como tú sabes hacerlo.

Era una orden disfrazada de petición. En mi vida pasada, habría discutido. Habría señalado que teníamos personal para eso. Mi desafío me habría ganado una bofetada más tarde, en privado.

Recordé el escozor de su mano, la frialdad en sus ojos.

Lo odiaba. Odiaba verlo. Y odiaba a la mujer que estaba a su lado, sus ojos brillando con una victoria posesiva que ella creía que yo no podía ver.

Esta vez, solo sonreí. Una sonrisa tranquila y vacía.

-Por supuesto, Damián.

Me di la vuelta y caminé hacia la cocina, sintiendo sus ojos en mi espalda. La mirada de Cristina era aguda, sorprendida por mi fácil sumisión.

Que se sorprenda. Esto era solo el principio.

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