Renací Para Odiarte

Renací Para Odiarte

Gavin

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Capítulo

La última imagen que vi fue el reflejo distorsionado de mi rostro en el acero pulido de una mesa de operaciones. Estaba fría, de un frío que calaba hasta los huesos, no por el metal, sino por la desesperanza. A mi alrededor, figuras de blanco murmuraban sobre "sujetos con dones" y "procedimientos de extracción". Nadie dijo mi nombre. Yo no era Sofía, era un espécimen. En esta vida que ahora terminaba, fui la sombra, la hermana dócil que eligió el "don de la humildad", mientras Isabella, mi hermana, deslumbraba con el "don del éxito" elegido por mi madre. Mi humildad me llevó a una jaula de oro, casada con Mateo, un hombre que me trató como un adorno más. Pero el éxito de Isabella era una espada de doble filo: atrajo la codicia, la traición. Familiares, esas sanguijuelas, la denunciaron a una sociedad secreta. Fue capturada, torturada en un laboratorio como este, y murió. La noticia me llegó fría, sin sentimiento, un escándalo más para mi esposo. Y ahora, aquí estaba yo, en el mismo infierno, experimentando el mismo horror. La sociedad secreta, en su búsqueda, encontró mi "don" y lo consideró valioso. El dolor se intensificó, una agonía que recorría cada nervio. Cerré los ojos con un último pensamiento amargo: a nadie le importó nunca. La oscuridad me envolvió. Un rayo de sol golpeó mis párpados. Parpadeé, confundida. El dolor había desaparecido. El frío laboratorio se había esfumado. Estaba en mi habitación de la infancia, la que compartía con Isabella. Escuché la voz de mi madre, Elena, desde el pasillo: "¡Sofía, Isabella! ¡Bajen ahora mismo! ¡Tengo algo muy especial para ustedes!" Mi corazón se detuvo. Conocía esa voz, esa frase. Era el día. El día en que mi madre nos hizo elegir nuestros dones. Me miré en el espejo: una adolescente, mi rostro sin las marcas del dolor y la resignación. Estaba viva. Había vuelto. Una furia helada y clara me invadió. Esta vez, no sería la víctima.

Introducción

La última imagen que vi fue el reflejo distorsionado de mi rostro en el acero pulido de una mesa de operaciones.

Estaba fría, de un frío que calaba hasta los huesos, no por el metal, sino por la desesperanza.

A mi alrededor, figuras de blanco murmuraban sobre "sujetos con dones" y "procedimientos de extracción". Nadie dijo mi nombre.

Yo no era Sofía, era un espécimen.

En esta vida que ahora terminaba, fui la sombra, la hermana dócil que eligió el "don de la humildad", mientras Isabella, mi hermana, deslumbraba con el "don del éxito" elegido por mi madre.

Mi humildad me llevó a una jaula de oro, casada con Mateo, un hombre que me trató como un adorno más.

Pero el éxito de Isabella era una espada de doble filo: atrajo la codicia, la traición.

Familiares, esas sanguijuelas, la denunciaron a una sociedad secreta.

Fue capturada, torturada en un laboratorio como este, y murió.

La noticia me llegó fría, sin sentimiento, un escándalo más para mi esposo.

Y ahora, aquí estaba yo, en el mismo infierno, experimentando el mismo horror.

La sociedad secreta, en su búsqueda, encontró mi "don" y lo consideró valioso.

El dolor se intensificó, una agonía que recorría cada nervio.

Cerré los ojos con un último pensamiento amargo: a nadie le importó nunca.

La oscuridad me envolvió.

Un rayo de sol golpeó mis párpados. Parpadeé, confundida.

El dolor había desaparecido. El frío laboratorio se había esfumado.

Estaba en mi habitación de la infancia, la que compartía con Isabella.

Escuché la voz de mi madre, Elena, desde el pasillo:

"¡Sofía, Isabella! ¡Bajen ahora mismo! ¡Tengo algo muy especial para ustedes!"

Mi corazón se detuvo. Conocía esa voz, esa frase. Era el día. El día en que mi madre nos hizo elegir nuestros dones.

Me miré en el espejo: una adolescente, mi rostro sin las marcas del dolor y la resignación.

Estaba viva. Había vuelto.

Una furia helada y clara me invadió. Esta vez, no sería la víctima.

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Tres años, toda una vida entregada a él. Sofía, yo fui la tonta que usó hasta el último centavo para rescatar a mi Mateo de la ruina, creyendo en su amor, en sus promesas. Día y noche, mi cuerpo y mi alma cuidaron a sus padres enfermos, soportando humillaciones que nadie más vio. Sacrifiqué mi primer embarazo, mi salud, todo por su "carrera", para que él, el gran Mateo, pudiera levantarse de las cenizas. Pero hoy, mi mundo se hizo pedazos. Justo frente a mí, mi esposo Mateo sostenía a otra mujer, Camila, su "amor de la juventud", la misma que lo humilló cuando no tenía nada. "Camila está embarazada", dijo, sin rastro de culpa, "y tú la vas a cuidar". ¡A mí! ¿Que la cuidara? La burla en la cara de Camila, la sonrisa de las empleadas, la furia de Mateo... sentí que me ahogaba en una pesadilla. "Solo es cuidarla un poquito. No eres una princesa, pero actúas como tal. No seas mezquina". Mezquina. Él, el hombre al que rescaté del abismo, el que ahora volvía a tenerlo todo, ¿me llamaba mezquina? "Tú eres buena cuidando gente", sentenció con la mirada fría. Mi corazón se hizo añicos al recordar las palabras de su madre a Camila: "Cuídate por el bien de mi nieto. Eres la única esperanza de esta familia". ¡La única esperanza! Era obvio. Me habían engañado a mí. ¡A mí! ¡Ellos sabían que era su hijo! ¡Todos me estaban engañando! Sentí el frío del mármol bajo mis rodillas, el dolor agudo de la caída. Quise huir, pero no sin él. No sin mi bebé. Pero, ¿realmente quería que mi hijo naciera en esta podredumbre? "¡Mateo, no quiero ir a la cámara frigorífica! ¡No! ¿Por qué me haces esto?", grité, sintiendo el pánico helado que se apoderaba de mí cuando sus empleados me arrastraban. "¡Estoy embarazada! ¡Mateo, estoy embarazada!" Me miró con desprecio, y la puerta se cerró. Estuve allí tres días y tres noches. Cuando abrieron la puerta, mis ojos ya estaban vacíos. "¿Qué otra cosa te vas a inventar ahora?". Esas palabras… Pero al salir de allí, mis ojos por fin se abrieron. Así que esto es todo lo que soy para ti, Mateo. Un mueble más en tu casa. "Estoy completamente podrido por dentro", susurré al aire. Una semana después, salí del hospital. Mateo me llamó, furioso, como siempre, pero esta vez, yo era diferente. "¿Qué soy para ti, Mateo?", pregunté, mi voz firme, "¿La tonta que te rescató de la miseria? ¿O la enfermera gratuita que cuidó día y noche a tus padres?" "¿De verdad crees que todo lo que hice, fue por un estúpido título?" "Un hombre como tú... me da asco". Colgué. Bloqueé su número. Y nunca miré atrás.

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El video explotó en internet. Marc Solís, mi exnovio e influencer, publicó un video editado cruelmente, diseñando mi humillación pública. Fui retratada como una "trepadora" desesperada, rogando por fama. Los comentarios se desataron: "¡Qué arrastrada!", "Pobre Marc, se quitó un peso de encima". Miles de sus "leones" inundaron mis redes con insultos, memes y amenazas. Mi imagen, símbolo de mujer patética, estaba por todas partes. Mi teléfono no paraba de sonar, mis amigos, colegas, todos preocupados, pidiéndome que lo demandara, que lo desenmascarara, pero no contesté. Miraba la pantalla, una calma inquietante me invadía. Esto no era sorpresa, era una prueba. Después, Marc me llamó por videollamada, arrogante: "¿Disfrutando tus cinco minutos de fama? Tráeme un café de tu cafetería favorita, tienes una hora, transmítelo en vivo, para que mis leones vean tu 'arrepentimiento' ". Asentí, salí, y la transmisión comenzó, la gente se mofaba. Luego, Marc volvió a llamar: "Cambio de planes, quiero que camines descalza desde aquí a la fuente de la Cibeles, para que todos vean tu arrepentimiento". Sin dudar, me quité los zapatos. El dolor era intenso, pero lo soportaba no por Marc, sino por mi propia purificación. Llegué sangrando, exhausta, justo cuando Marc apareció con Ximena, su nueva conquista. Ximena me humilló; Marc la besó, declarándole su "reina". Me quedé sola, descalza, humillada. Pero en mis ojos brilló un triunfo. La prueba se intensificaba, y yo estaba lista. De repente, Ximena fingió un desmayo, y Marc, con una crueldad medieval, me ordenó: "Vas a caminar de rodillas hasta la Basílica de Guadalupe, rezando por la salud de Ximena, para expiar el daño que le has hecho". Mis amigos horrorizados me rogaron que no lo hiciera. "Lo haré" , le respondí con firmeza, "pero no lo haré por ti, ni por ella, lo haré porque es parte de mi propio camino, y cuando llegue, no rezaré por su salud, rezaré por mi propia liberación" . Marc, ignorando mi verdadero propósito, solo vio sumisión. Me arrodillé, el dolor insoportable, pero cada herida era una ofrenda a mi misión secreta. Horas después, al llegar a la Basílica, me desplomé inconsciente. En el hospital, Ximena me atacó, Marc me abofeteó, gritando: "¡Eres violenta y peligrosa! ¡Esto es justicia!". Mi mejilla ardía, pero una extraña alegría me invadió. Sonreí. "Gracias", susurré. Marc, aturdido, se fue. Meses después, Ximena enfermó, necesitando un riñón compatible. Marc apareció: "Quiero que le des tu riñón. Si lo haces, te casarás conmigo". Recordé que fui yo quien lo salvó en un accidente, no Ximena. "No", le dije. Él, creyendo que eran celos, me amenazó: "¡Entonces te haré la vida un infierno!". El acoso se intensificó, pero yo continuaba, esperando el siguiente paso. Entonces, mi destino se reveló en un sueño: la donación del riñón era la culminación de mi ascenso espiritual. Le di mi riñón a Ximena. Durante la cirugía, mi cuerpo se disolvió en luz, mi alma ascendió, y mi conciencia se convirtió en una entidad divina. Marc, sin saberlo, había sido un instrumento en mi liberación. ¿Cómo cambió la vida del arrogante influencer Marc Solís cuando finalmente descubrió la verdad de lo que había hecho? ¿Y qué significado tendría su "amor" cuando ya era demasiado tarde?

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