Su Amor, Mi Condena Eterna

Su Amor, Mi Condena Eterna

Gavin

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Capítulo

Mi conciencia regresó de golpe, despertando al familiar aroma a pino y tierra húmeda. Frente a mí, las figuras de Alejandro y Vladimir se alzaban, como fantasmas de una pesadilla eterna. Y a mi lado, Carla, mi mejor amiga, la voz de la traición que resonaba en mi memoria como un eco helado. "¡Sofía, mira! ¡Son increíbles! ¿A quién elegimos?" Su sonrisa, su emoción superficial y esos ojos fijos en Vladimir, me recordaron la primera vez, el comienzo de mi infierno. Un nudo de pánico se formó en mi garganta, la visión vívida de su mano en mi espalda, el empujón frío. "Lo siento, Sofía", su susurro helado mientras caía hacia el vampiro, sus colmillos hundiéndose en mi cuello. Recordé el grito de furia de Vladimir, no hacia mí, sino hacia ella, mi traidora. La estúpida creencia en una amistad que sólo existía en mi mente me había matado una y otra vez. Pero esta vez, mi corazón gritaba: "¡No otra vez!" No esperé. Me di la vuelta, ignorando a Alejandro y la confundida Carla. Caminé directamente hacia Vladimir, la figura fría y silenciosa. "Cásate conmigo", su voz fue una simple declaración, una oferta de escudo. Acepté su pacto de sangre, sabiendo que sería diferente. Pero cuando desperté, de nuevo, en una cama de hospital, me dijeron que todo fue "un sueño". Intenté creerme la mentira, hasta que encontré la daga de plata, y Carla susurró con una sonrisa fría: "Dale mis saludos a tu Rey... Vladimir". El mundo dejó de tener sentido; estaba atrapada, los límites de la realidad borrosos. Cuando Dmitri, el vampiro cruel de mis "sueños", apareció en las ruinas mayas y me arrastró a un portal, supe que no había escape. En su fortaleza, me arrebató la voz, y mi furia silenciosa solo creció. Sentada en el suelo, viendo a Dmitri en el trono de Vladimir, mi corazón se rompió. Pero entonces, en un estallido, Vladimir apareció, furioso y ensangrentado. "Aléjate de mi esposa", su voz, un rugido de ira. Él había vuelto. Había vuelto por mí.

Introducción

Mi conciencia regresó de golpe, despertando al familiar aroma a pino y tierra húmeda.

Frente a mí, las figuras de Alejandro y Vladimir se alzaban, como fantasmas de una pesadilla eterna.

Y a mi lado, Carla, mi mejor amiga, la voz de la traición que resonaba en mi memoria como un eco helado.

"¡Sofía, mira! ¡Son increíbles! ¿A quién elegimos?"

Su sonrisa, su emoción superficial y esos ojos fijos en Vladimir, me recordaron la primera vez, el comienzo de mi infierno.

Un nudo de pánico se formó en mi garganta, la visión vívida de su mano en mi espalda, el empujón frío.

"Lo siento, Sofía", su susurro helado mientras caía hacia el vampiro, sus colmillos hundiéndose en mi cuello.

Recordé el grito de furia de Vladimir, no hacia mí, sino hacia ella, mi traidora.

La estúpida creencia en una amistad que sólo existía en mi mente me había matado una y otra vez.

Pero esta vez, mi corazón gritaba: "¡No otra vez!"

No esperé. Me di la vuelta, ignorando a Alejandro y la confundida Carla.

Caminé directamente hacia Vladimir, la figura fría y silenciosa.

"Cásate conmigo", su voz fue una simple declaración, una oferta de escudo.

Acepté su pacto de sangre, sabiendo que sería diferente.

Pero cuando desperté, de nuevo, en una cama de hospital, me dijeron que todo fue "un sueño".

Intenté creerme la mentira, hasta que encontré la daga de plata, y Carla susurró con una sonrisa fría: "Dale mis saludos a tu Rey... Vladimir".

El mundo dejó de tener sentido; estaba atrapada, los límites de la realidad borrosos.

Cuando Dmitri, el vampiro cruel de mis "sueños", apareció en las ruinas mayas y me arrastró a un portal, supe que no había escape.

En su fortaleza, me arrebató la voz, y mi furia silenciosa solo creció.

Sentada en el suelo, viendo a Dmitri en el trono de Vladimir, mi corazón se rompió.

Pero entonces, en un estallido, Vladimir apareció, furioso y ensangrentado.

"Aléjate de mi esposa", su voz, un rugido de ira.

Él había vuelto. Había vuelto por mí.

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Mi mano temblaba mientras firmaba los papeles del divorcio, un acto que sellaría el fin de mi matrimonio con Isabella y pondría en marcha un futuro incierto. Pero para mí, Ricardo Vargas, ese no era el final, sino el comienzo de una segunda oportunidad, un milagro inexplicable tras una pesadilla que ya había vivido una vez. Recordaba la ceguera de Isabella, su devoción absoluta por su hermana, Camila, y su sobrino mimado, Mateo, cómo mi hogar se convirtió en una fuente inagotable de recursos para ellos, mientras mi propia hija, Sofía, era ignorada. La imagen más dolorosa, la que me había despertado sudando frío, era la de mi pequeña Sofía, de solo cinco años, ardiendo en fiebre, luchando por respirar. Mientras yo, desesperado, llamaba a Isabella una y otra vez sin obtener respuesta; ella, como siempre, atendía los caprichos de su hermana. Cuando finalmente regresó a casa, ya era demasiado tarde: la vida de Sofía se había apagado en la soledad de su habitación, y con ella, el alma de Ricardo se había roto en mil pedazos. Ahora que el destino me había dado una segunda oportunidad, me di cuenta de que mi esposa ni siquiera conocía a su propia hija. Necesitaba una prueba, un ultimátum silencioso, y así se lo propuse a mi Sofía: "Cuando mamá llegue, si viene a verte a ti primero y te da un beso, nos quedaremos aquí todos juntos; pero si va primero a ver a tu primo Mateo, entonces tú y yo nos iremos de viaje, un viaje muy largo, solo nosotros dos, ¿estás de acuerdo?". Unos minutos después, el auto de Isabella se estacionó afuera y escuchamos su voz melosa y preocupada: "¡Camila! ¡Mateíto, mi vida! ¿Cómo están? Vine en cuanto me dijiste que el niño tenía tos". Y así, la traición se confirmó, fresca y punzante como la primera vez, mientras veía la silenciosa decepción en los ojitos de mi Sofía. En ese momento, la rabia crecía en mi interior, y me di cuenta de que Isabella no había cambiado; ella nunca cambiaría. No sabía que esta vez, yo sí lo haría.

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El rancio olor a humedad de la bodega me asfixiaba, un recordatorio cruel. Mi prima, Isabella, me sonreía con desprecio, el vestido de novia áspero pegado a mi piel sudada. "Sofía, ¿de verdad pensaste que podías escapar? ¿Que podías arruinar mi boda?" Su voz helada resonó, y entonces, lo recordé todo. Diez años de exilio en el rancho de la abuela, solo para volver a la Ciudad de México y descubrir que mi vida había sido robada. Isabella, la hija de mi tía, se había convertido en la hija amada de MIS padres. Incluso mi prometido, Javier, el heredero del imperio tequilero, era ahora de ella. El compromiso, la vida que me pertenecía, todo le fue entregado. Intenté huir de la bodega donde me encerraron el día de su boda, correr a la iglesia, detener la farsa. Pero mi madre, Elena, me enfrentó, sus ojos llenos de una frialdad desconocida. "Isabella es mi hija. Tú no eres nadie." Cada palabra fue un golpe. Mi padre, Ricardo, se acercó, ofreciéndome tequila con un aroma químico, un veneno. "Bebe esto, Sofía. Termina con esta vergüenza." Cuando me negué, mi madre gritó con desesperación: "¡Mátenla! ¡Mátenla aquí mismo!" Los guardias me forzaron a beberlo. Sentí el líquido amargo quemar mi garganta. Morí. Pero no fue el final. En la oscuridad, una extraña verdad se reveló: el veneno era un engaño. Era el plan de mi padre y del presidente Alejandro, un retorcido juego político. Mi "muerte" era el primer paso para convertirme en la Primera Dama. Y ahora, estoy de vuelta. De vuelta en esta bodega. De vuelta en el día de la boda. El vestido áspero, el olor a humedad, la voz cruel de Isabella. Esta vez, el guion será diferente.

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