El velo le rozaba las pestañas como una telaraña, suave y pegajosa, recordándole a Mía Castellanos que cada paso hacia el altar era un paso más lejos de su propia vida. Sintió un cosquilleo en la nuca, justo donde la pequeña prótesis de silicona moldeaba la línea de su mandíbula para hacerla idéntica a Lara Salazar.
Era una pieza diminuta -apenas unos milímetros de gel translúcido, pegado con un adhesivo que ardía en la piel- pero suficiente para estrecharle el rostro, alargarle la barbilla y dibujar la sombra exacta bajo los pómulos, igual que Lara. Con cada respiración, sentía el borde áspero rozar su piel real, recordándole que no era más que una máscara bien colocada.
Si sudaba demasiado, si se movía en falso, si él la besaba demasiado cerca... la mentira se desprendería.
Respiró hondo. El aroma de las orquídeas blancas que decoraban la antesala era tan fuerte que le dio náuseas. Tragó saliva. Miró su reflejo en el espejo de cuerpo entero: una diosa de marfil y encaje, con la sonrisa congelada de quien ya no puede retroceder.
-Tienes que mirarlo como lo haría Lara -susurró Beatriz, la asistente de Lara, inclinándose sobre su hombro-. Altiva. ¡Como si todos aquí te debieran algo! Especialmente él.
Beatriz ajustó una perla en la diadema. Su aliento sabía a café amargo y a prisas mal disimuladas. Detrás de ellas, dos maquillistas revisaban cada línea de sombra, cada pestaña postiza. Una mancha, una gota de sudor, y el teatro se vendría abajo.
-Recuerda -insistió Beatriz, sujetándola por los hombros para que no temblara-: eres Lara. Fuiste a la escuela de ballet en París. Te rompiste el tobillo a los diecisiete. Odias las gardenias. No soportas el chocolate con leche. ¿Qué más?
Mía parpadeó. La cabeza le daba vueltas, no solo por el peso de la peluca rubia, sino por el miedo.
-Me dan náuseas los perfumes muy dulces -recitó, con la voz apenas audible.
Beatriz sonrió, satisfecha.
-Perfecto. Dos días. Solo tienes que engañar a todos durante dos días. Luego te vas. La transferencia se hará de inmediato.
El cheque, pensó Mía. El cheque que saldará las deudas médicas de su hermano. El cheque que compraría un mes más de vida. El precio de su conciencia.
Las puertas dobles del salón se abrieron con un crujido solemne.
La música de violines brotó como un río de cristal. Al fondo, una alfombra blanca -no roja, blanca como una lápida recién pulida- la condujo directamente al hombre que la esperaba: Héctor Rivera.
Era más alto de lo que imaginaba. El traje negro, perfectamente entallado, resaltaba la tensión contenida en sus hombros anchos. Sus ojos oscuros -más oscuros que en las fotos de revista- la recorrieron de pies a cabeza, fijos, sin pestañear, como si desnudara la mentira capa por capa.
Mía sintió el pulso en la garganta. Quiso bajar la mirada, pero Lara no lo haría. Alzó el mentón un par de milímetros. Forzó una sonrisa pequeña, casi burlona, que practicó frente al espejo durante horas.
Un paso. Otro. Cada tacón golpeó la alfombra como un disparo. A cada lado, una multitud de rostros: familiares, políticos, empresarios. Caras sonrientes, bocas murmurando felicitaciones, ojos brillantes de curiosidad y envidia. Nadie sospechaba que bajo esa piel de porcelana se escondía una actriz de tercera, entrenada para no tartamudear ni llorar.
Beatriz, oculta entre los invitados, hizo un leve gesto con la mano: Lenta. Erguida.